La devoción de la Hora
Santa tiene su origen en la oración que Jesús hizo en Gethsemaní la víspera de
su muerte, en la noche del Jueves al Viernes Santo.
Su institución se debe
a Nuestro Señor mismo, que la pidió a su fiel sierva, Santa Margarita María
Alacoque, religiosa de la Orden de la Visitación, (1647-1690) en estos
términos:
«Todas las noches del
jueves al viernes, yo te haré participar de la mortal tristeza que quise sentir
en el Huerto de los Olivos… «Y para acompañarme en esta humilde oración que
presenté entonces a mi Padre, te levantarás entre las once y doce de la noche y
te postrarás rostro en tierra, tanto para apaciguar la cólera divina, pidiendo
gracia para los pecadores, como para suavizar de algún modo la amargura que Yo
sentí del abandono de mis Apóstoles, que me obligó a reprocharles el no haber
podido velar una hora conmigo».
Se deduce de estas
palabras que la Hora Santa es una de las prácticas de piedad más agradables al
Corazón de Jesús. Tiene por fin consolarle de las ingratitudes de los hombres,
reparar por los pecadores, obtener gracias particulares a los agonizantes, a
las personas afligidas; en fin, excitarnos a una viva contrición de nuestras
faltas.
La Hora Santa puede
hacerse, ya sea delante del Santísimo Sacramento, ya trasportándose en espíritu
al pie del Tabernáculo, pues no es solamente la agonía dolorosa de Gethsemaní,
la que es menester consolar, es también la agonía incesante del Dios de la
Eucaristía: Él que sufrió la primera, continúa tolerando la segunda.
Para pasar devotamente
la Hora Santa se desprende de las palabras de Nuestro Señor, que conviene
meditar su dolorosa agonía, sus profundas humillaciones, su amor pagado con
tanta ingratitud y deplorar nuestros pecados y todos los ultrajes hechos a la
Majestad divina en el curso de los siglos.
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