¿También
ustedes quieren irse?
En
el capítulo 6 de san Juan se nos narra el primer (aparente) “fracaso pastoral”
de la Iglesia protagonizado por el mismo fundador: Jesús de Nazaret, el Mesías,
el Hijo de Dios vivo (cfr. Mt. 16, 16).
Ante
la huida generalizada del auditorio después de haber predicado el discurso del
Pan de Vida los mismos discípulos comienzan a murmurar diciendo: “¡Es duro este
lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn. 6, 60). No debemos olvidar que los
discípulos venían entusiasmados por la masiva respuesta favorable que su
Maestro había conseguido luego de haber multiplicado los panes, con lo cual
este abandono prácticamente total resultaba un golpe mucho más difícil de
asumir. Ante esta situación la tentación está servida a la mesa: retoquemos la
doctrina del Pan de Vida, replanteemos la presentación del mismo, es decir, no
podemos permanecer faltos de compasión ante esta multitud que se aleja. El
mismo Jesús nos acaba de invitar a ser compasivos frente a la muchedumbre
hambrienta: “¿Dónde compraremos pan para darles de comer?” (Jn 6, 5). ¡No
podemos permanecer indiferentes –ahora– por una cuestión doctrinal! Sería
traicionar la actitud misericordiosa que el mismo Cristo vive e invita a vivir
frente a la fragilidad del santo pueblo fiel.
Sin
embargo, contra todo pronóstico, el Maestro desconcierta con la respuesta ante
el requerimiento de los suyos en orden a cambiar o adaptar la doctrina del
sacramento eucarístico frente a la gran cantidad de discípulos que se alejaron
y dejaron de acompañarlo por no estar dispuestos a aceptar aquellas
condiciones: “¿También ustedes quieren irse?” (Jn 6, 67).
¿Cómo
imaginar esta respuesta del Señor? ¿Habrá comprendido que esta gente con la que
se encontró en Cafarnaún es la misma
multitud que encontró a orillas del mar de Galilea y que despertó su infinita
Misericordia? Ciertamente, Jesús lo sabe, pero parece no tener a bien negociar
su enseñanza sobre el misterio eucarístico. Reconoce que es un don del Padre
creer y que no todos están en condiciones de hacerlo,[1]
pero esto no lo mueve a la “falsa compasión” que le plantean los discípulos. Tergiversar
el discurso sobre el Pan de vida sería abandonarlos a una miseria mucho mayor
que la anterior, sería condenarlos al error sobre una Verdad de la que Él ha
venido a testimoniar. Para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para
dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha su voz (cfr. Jn 18,
37). La pregunta “¿también ustedes quieren irse?” no admite medias tintas ni
dilaciones.
La
contestación de Pedro, aquél que tiene la misión de confirmar en la fe a los
hermanos, no se hace esperar: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de
Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).
Hasta
el día de hoy la Iglesia vive sostenida de aquella afirmación del apóstol y,
gracias a ello, vive de la Eucaristía. ¡Sí! A pesar de los siglos, de las
persecuciones, de las tempestades por las que la barca de Pedro ha tenido que
transitar frente a tantas herejías que acecharon sobre la verdad del sacramento
eucarístico, podemos decir, llenos de gozo: ¡La Iglesia vive de la Eucaristía!
Esta
meditación surge motivada ante el próximo sínodo de los obispos sobre la
familia convocado por el Papa Francisco. El mismo Santo Padre invitó a toda la
Iglesia a reflexionar sobre la pastoral familiar y sobre los nuevos desafíos
que se presentan para anunciar con nuevo fervor la verdad de Dios sobre la
institución familiar. Han sido numerosas las propuestas y los fundamentos de
las mismas acerca de nuevos caminos a transitar en esta nueva etapa de la
historia de la humanidad. No pretendo sumar ningún aporte o novedad.
Simplemente balbucear este pensamiento que surge de la misma meditación de la
Palabra de Dios. Ya el Concilio Vaticano II afirmaba que la verdadera
renovación en la Iglesia consiste en volver a las fuentes, es decir a la
Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición. Son varios los estudios realizados a
raíz de esta propuesta del Sumo Pontífice que se han hecho iluminados no sólo
por la Palabra y la Tradición sino también desde diferentes puntos de vista.
Basta interiorizarse sobre el tema como para corroborar esta catarata de
escritos que colaboran con el pedido del Papa.
Esta
breve meditación surge del fondo del corazón de un bautizado que, antes que
sentirse un maestro sobre la cuestión, se experimenta a sí mismo como un hijo
de la Iglesia, dispuesto a dejarse a enseñar por la misma antes que
aleccionarla sobre el camino que debe recorrer. Es fruto de un momento de
oración a la luz de la Palabra de Dios, fuente de renovación permanente para
todo cristiano y para la Iglesia entera como enseña el mismo Vaticano II.
Es
el pensamiento filial que me gustaría acercar al santo Padre ya que él, como
sucesor del apóstol san Pedro, tiene la misión de confirmarnos en la verdadera
fe.
Francisco:
¡No tengas miedo! ¡Sé fiel a la verdad de Jesús!
Nosotros también somos una Iglesia que venimos
de un tiempo de bonanza después de siglos en los que la comunidad cristiana se
mostró vigorosa tanto en su vida interna como en su testimonio ante el mundo. Más
aún, recientemente, hemos sido testigos de una Iglesia viva en el funeral de
san Juan Pablo II: multitudes acudían a despedir a un hombre de Dios que supo
convocar a hombres y mujeres de los cinco continentes. Al igual que después del
milagro de la multiplicación de los panes
nos surgía, frente a tanta gente, la misma inquietud que los discípulos
a orillas del mar de Tiberíades: “¿dónde compraremos pan para darles de comer?”.
Sin
embargo, parece que nos encontramos, nuevamente, ante una disyuntiva. Ahora no
en torno al sacramento eucarístico en sí mismo sino en su íntima conexión con el
sacramento del matrimonio. Parece que las multitudes se alejan y se nos
presenta la tentación de detener este éxodo retocando la doctrina, ya no
explícitamente como los cafarnaítas, sino veladamente, insinuando que una
cuestión es la doctrina y otra cuestión es la praxis. Tememos ante un “nuevo
fracaso pastoral”: ¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo? Si no
frenamos la sangría provocada por esta praxis sacramental: ¿estaremos siendo
misericordiosos?
La
tentación de la “falsa compasión” puede ser, una vez más, el disfraz de ángel
de luz que utiliza el tentador. No dar testimonio (martirya) sobre la verdad es
faltar a la misericordia. No irradiar el esplendor de la Verdad de Dios es
oscurecer su Bondad infinita.
No
pretendo dar una iluminación de ningún tipo. Simplemente recuerdo las palabras
del Maestro en la misma Escritura:
“¿No
han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y
que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su
mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos,
sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt. 19,
4-6).
Y,
una vez más, el temor se apoderó de los discípulos: “Si esta es la situación
del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse” (Mt. 19, 10). Pero el
Maestro no retrocede: “No todos entienden este lenguaje, sino sólo aquellos a
quienes se les ha concedido” (Mt. 19, 11). No duda: “El que se divorcia de su
mujer, a no ser en caso de unión ilegal, y se casa con otra, comete adulterio”
(Mt.19, 9).
Ante
el mandamiento del Señor y sin prurito ideológico, sin querer embanderarme como
conservador o progresista, es decir, sin pretensión de sumarme a una estéril
confrontación eclesial que sólo nos sumerge en una Iglesia infecunda,
sobrevuela en mi corazón el vínculo inevitable con otra cita de los textos
sagrados. Vínculo establecido con del deseo de fidelidad a la Palabra que da
vida:
“Que
cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa;
porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia
condenación. Por eso, entre ustedes hay muchos enfermos y débiles, y son muchos
los que han muerto. Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos
condenados. Pero el Señor nos juzga y nos corrige para que no seamos condenados
con el mundo” (1 Cor 11, 28-32).
A
la luz de la Palabra resuena, como un eco que sobrepasa los siglos, el
mandamiento del Señor: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Palabra
que ilumina no sólo la indisolubilidad del matrimonio sino la indisolubilidad
entre matrimonio y eucaristía. En efecto, la fidelidad matrimonial parece, a la
luz de la Escritura, condición sine qua non, para permanecer fieles a la verdad
sobre las circunstancias para recibir la Eucaristía.
Esta
meditación no alberga la pretensión de una fundamentación teológica. Ni
siquiera busca ser extensa para convencer a alguien. No busca convencer sino
compartir el fruto de una pequeña oración ante los textos de la Sagrada
Escritura citados porque, en verdad, no tenemos a quién ir. Sólo el Señor tiene
palabras de vida eterna.
Claro
que muchos no creen (cfr. Jn. 6, 64) y, frente a esta nueva situación,
consuelan las palabras “no temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha
querido darles el Reino” (Lc. 12, 32). En
efecto, “¿cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al
frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento
oportuno?” (Lc. 12, 42). Es el servidor que, conociendo la voluntad de su
Señor, obró conforme a lo que Él había dispuesto (cfr. Lc. 12, 47).
De
este modo y lleno de espíritu filial surge, como un grito lleno de confianza en
la asistencia prometida por el Señor al apóstol san Pedro:[2]
Francisco,
¡No tengas miedo! Te acompañamos con nuestra oración. La Iglesia y la familia necesitan tus palabras que nos guíen en esta etapa de la historia para anunciar que Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y lo será siempre (cfr. Heb. 13, 8).
[1] Cfr. Jn
6, 64-65: “Pero hay entre ustedes algunos que no creen. En efecto, Jesús sabía
desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo
iba a entregar. Y agregó: Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si
el Padre no se lo concede”.
[2] Cfr. MT.
16, 18: “Y Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella”.
Gracias por esto.
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