7 de julio de 2015

Carta al Papa Francisco


¿También ustedes quieren irse?

En el capítulo 6 de san Juan se nos narra el primer (aparente) “fracaso pastoral” de la Iglesia protagonizado por el mismo fundador: Jesús de Nazaret, el Mesías, el Hijo de Dios vivo (cfr. Mt. 16, 16).
Ante la huida generalizada del auditorio después de haber predicado el discurso del Pan de Vida los mismos discípulos comienzan a murmurar diciendo: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?” (Jn. 6, 60). No debemos olvidar que los discípulos venían entusiasmados por la masiva respuesta favorable que su Maestro había conseguido luego de haber multiplicado los panes, con lo cual este abandono prácticamente total resultaba un golpe mucho más difícil de asumir. Ante esta situación la tentación está servida a la mesa: retoquemos la doctrina del Pan de Vida, replanteemos la presentación del mismo, es decir, no podemos permanecer faltos de compasión ante esta multitud que se aleja. El mismo Jesús nos acaba de invitar a ser compasivos frente a la muchedumbre hambrienta: “¿Dónde compraremos pan para darles de comer?” (Jn 6, 5). ¡No podemos permanecer indiferentes –ahora– por una cuestión doctrinal! Sería traicionar la actitud misericordiosa que el mismo Cristo vive e invita a vivir frente a la fragilidad del santo pueblo fiel.



Sin embargo, contra todo pronóstico, el Maestro desconcierta con la respuesta ante el requerimiento de los suyos en orden a cambiar o adaptar la doctrina del sacramento eucarístico frente a la gran cantidad de discípulos que se alejaron y dejaron de acompañarlo por no estar dispuestos a aceptar aquellas condiciones: “¿También ustedes quieren irse?” (Jn 6, 67).
¿Cómo imaginar esta respuesta del Señor? ¿Habrá comprendido que esta gente con la que se encontró en Cafarnaún  es la misma multitud que encontró a orillas del mar de Galilea y que despertó su infinita Misericordia? Ciertamente, Jesús lo sabe, pero parece no tener a bien negociar su enseñanza sobre el misterio eucarístico. Reconoce que es un don del Padre creer y que no todos están en condiciones de hacerlo,[1] pero esto no lo mueve a la “falsa compasión” que le plantean los discípulos. Tergiversar el discurso sobre el Pan de vida sería abandonarlos a una miseria mucho mayor que la anterior, sería condenarlos al error sobre una Verdad de la que Él ha venido a testimoniar. Para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha su voz (cfr. Jn 18, 37). La pregunta “¿también ustedes quieren irse?” no admite medias tintas ni dilaciones.
La contestación de Pedro, aquél que tiene la misión de confirmar en la fe a los hermanos, no se hace esperar: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69).
Hasta el día de hoy la Iglesia vive sostenida de aquella afirmación del apóstol y, gracias a ello, vive de la Eucaristía. ¡Sí! A pesar de los siglos, de las persecuciones, de las tempestades por las que la barca de Pedro ha tenido que transitar frente a tantas herejías que acecharon sobre la verdad del sacramento eucarístico, podemos decir, llenos de gozo: ¡La Iglesia vive de la Eucaristía!
Esta meditación surge motivada ante el próximo sínodo de los obispos sobre la familia convocado por el Papa Francisco. El mismo Santo Padre invitó a toda la Iglesia a reflexionar sobre la pastoral familiar y sobre los nuevos desafíos que se presentan para anunciar con nuevo fervor la verdad de Dios sobre la institución familiar. Han sido numerosas las propuestas y los fundamentos de las mismas acerca de nuevos caminos a transitar en esta nueva etapa de la historia de la humanidad. No pretendo sumar ningún aporte o novedad. Simplemente balbucear este pensamiento que surge de la misma meditación de la Palabra de Dios. Ya el Concilio Vaticano II afirmaba que la verdadera renovación en la Iglesia consiste en volver a las fuentes, es decir a la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición. Son varios los estudios realizados a raíz de esta propuesta del Sumo Pontífice que se han hecho iluminados no sólo por la Palabra y la Tradición sino también desde diferentes puntos de vista. Basta interiorizarse sobre el tema como para corroborar esta catarata de escritos que colaboran con el pedido del Papa.
Esta breve meditación surge del fondo del corazón de un bautizado que, antes que sentirse un maestro sobre la cuestión, se experimenta a sí mismo como un hijo de la Iglesia, dispuesto a dejarse a enseñar por la misma antes que aleccionarla sobre el camino que debe recorrer. Es fruto de un momento de oración a la luz de la Palabra de Dios, fuente de renovación permanente para todo cristiano y para la Iglesia entera como enseña el mismo Vaticano II.
Es el pensamiento filial que me gustaría acercar al santo Padre ya que él, como sucesor del apóstol san Pedro, tiene la misión de confirmarnos en la verdadera fe.
Francisco: ¡No tengas miedo! ¡Sé fiel a la verdad de Jesús!
 Nosotros también somos una Iglesia que venimos de un tiempo de bonanza después de siglos en los que la comunidad cristiana se mostró vigorosa tanto en su vida interna como en su testimonio ante el mundo. Más aún, recientemente, hemos sido testigos de una Iglesia viva en el funeral de san Juan Pablo II: multitudes acudían a despedir a un hombre de Dios que supo convocar a hombres y mujeres de los cinco continentes. Al igual que después del milagro de la multiplicación de los panes  nos surgía, frente a tanta gente, la misma inquietud que los discípulos a orillas del mar de Tiberíades: “¿dónde compraremos pan para darles de comer?”.
Sin embargo, parece que nos encontramos, nuevamente, ante una disyuntiva. Ahora no en torno al sacramento eucarístico en sí mismo sino en su íntima conexión con el sacramento del matrimonio. Parece que las multitudes se alejan y se nos presenta la tentación de detener este éxodo retocando la doctrina, ya no explícitamente como los cafarnaítas, sino veladamente, insinuando que una cuestión es la doctrina y otra cuestión es la praxis. Tememos ante un “nuevo fracaso pastoral”: ¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo? Si no frenamos la sangría provocada por esta praxis sacramental: ¿estaremos siendo misericordiosos?
La tentación de la “falsa compasión” puede ser, una vez más, el disfraz de ángel de luz que utiliza el tentador. No dar testimonio (martirya) sobre la verdad es faltar a la misericordia. No irradiar el esplendor de la Verdad de Dios es oscurecer su Bondad infinita.
No pretendo dar una iluminación de ningún tipo. Simplemente recuerdo las palabras del Maestro en la misma Escritura:
“¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mt. 19, 4-6).
Y, una vez más, el temor se apoderó de los discípulos: “Si esta es la situación del hombre con respecto a su mujer, no conviene casarse” (Mt. 19, 10). Pero el Maestro no retrocede: “No todos entienden este lenguaje, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido” (Mt. 19, 11). No duda: “El que se divorcia de su mujer, a no ser en caso de unión ilegal, y se casa con otra, comete adulterio” (Mt.19, 9).
Ante el mandamiento del Señor y sin prurito ideológico, sin querer embanderarme como conservador o progresista, es decir, sin pretensión de sumarme a una estéril confrontación eclesial que sólo nos sumerge en una Iglesia infecunda, sobrevuela en mi corazón el vínculo inevitable con otra cita de los textos sagrados. Vínculo establecido con del deseo de fidelidad a la Palabra que da vida:
“Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación. Por eso, entre ustedes hay muchos enfermos y débiles, y son muchos los que han muerto. Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos condenados. Pero el Señor nos juzga y nos corrige para que no seamos condenados con el mundo” (1 Cor 11, 28-32).
A la luz de la Palabra resuena, como un eco que sobrepasa los siglos, el mandamiento del Señor: “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. Palabra que ilumina no sólo la indisolubilidad del matrimonio sino la indisolubilidad entre matrimonio y eucaristía. En efecto, la fidelidad matrimonial parece, a la luz de la Escritura, condición sine qua non, para permanecer fieles a la verdad sobre las circunstancias para recibir la Eucaristía.
Esta meditación no alberga la pretensión de una fundamentación teológica. Ni siquiera busca ser extensa para convencer a alguien. No busca convencer sino compartir el fruto de una pequeña oración ante los textos de la Sagrada Escritura citados porque, en verdad, no tenemos a quién ir. Sólo el Señor tiene palabras de vida eterna.
Claro que muchos no creen (cfr. Jn. 6, 64) y, frente a esta nueva situación, consuelan las palabras “no temas, pequeño Rebaño, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino” (Lc. 12, 32).  En efecto, “¿cuál es el administrador fiel y previsor, a quien el Señor pondrá al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?” (Lc. 12, 42). Es el servidor que, conociendo la voluntad de su Señor, obró conforme a lo que Él había dispuesto (cfr. Lc. 12, 47).
De este modo y lleno de espíritu filial surge, como un grito lleno de confianza en la asistencia prometida por el Señor al apóstol san Pedro:[2]
Francisco, ¡No tengas miedo! Te acompañamos con nuestra oración. La Iglesia y la familia necesitan tus palabras que nos guíen en esta etapa de la historia para anunciar que Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y lo será siempre (cfr. Heb. 13, 8).




[1] Cfr. Jn 6, 64-65: “Pero hay entre ustedes algunos que no creen. En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.
[2] Cfr. MT. 16, 18: “Y Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella”.

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