Cada vez que celebramos
la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es
decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte
y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana
—el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume
"formas" específicas, con nuevos significados y con dones
particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su
importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad
de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró
a los discípulos: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto
desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron
de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en
Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta
por excelencia del Espíritu Santo: "Se les aparecieron unas lenguas como
de fuego (...) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo" (Hch 2, 3-4).
Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo
arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se
hizo mediador del "don de Dios" obteniéndolo para nosotros con el
mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir
dando este "fuego" a toda generación humana y, naturalmente, es libre
de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu
"sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un "camino
normal" que Dios mismo ha elegido para "arrojar el fuego sobre la
tierra": este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y
resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico,
para que prolongue su misión en la historia. "Recibid el Espíritu
Santo", dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección,
acompañando estas palabras con un gesto expresivo: "sopló" sobre
ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el
Espíritu del Padre y del Hijo.
Ahora, queridos
hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo
debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del
Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el
autor sagrado recuerda que los discípulos "estaban todos reunidos en un
mismo lugar". Este "lugar" es el Cenáculo, la "sala grande
en el piso superior" (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus
discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su
resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la
"sede" de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los
Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de
relieve la actitud interior de los discípulos: "Todos ellos perseveraban
en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 14). Por consiguiente, la
concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y
la concordia presupone la oración.
Esto, queridos hermanos
y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para nosotros, que estamos
aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a
una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual
de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios
mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se
renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad
de Dios— que la Iglesia esté menos "ajetreada" en actividades y más
dedicada a la oración.
Nos lo enseña la Madre
de la Iglesia, María santísima, Esposa del Espíritu Santo. Este año Pentecostés
cae precisamente el último día de mayo, en el que de ordinario se celebra la
fiesta de la Visitación. También la Visitación fue una especie de pequeño
"pentecostés", que hizo brotar el gozo y la alabanza en el corazón de
Isabel y en el de María, una estéril y la otra virgen, ambas convertidas en
madres por una intervención divina extraordinaria (cf.Lc 1, 41-45). También la
música y el canto que acompañan nuestra liturgia nos ayudan a "perseverar
en la oración con un mismo espíritu"; por eso, expreso mi viva gratitud al
coro de la catedral y a la Kammerorchester de Colonia. Para esta liturgia, en
el bicentenario de la muerte de Joseph Haydn, se eligió muy oportunamente su
Harmoniemesse, la última de las "Misas" que compuso ese gran músico,
una sinfonía sublime para gloria de Dios. A todos los que os habéis reunido
aquí en esta circunstancia os dirijo mi más cordial saludo.
Los Hechos de los
Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de
la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la
teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el
Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como
signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y
aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe
como "viento impetuoso", y esto hace pensar en el aire, que distingue
a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire
es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y,
como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los
seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que
daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a
los venenos del aire —y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una
prioridad—, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el
espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a
muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el
corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el
desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin
reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas
generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora
del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar
aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el
aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.
La otra imagen del
Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al
inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo,
que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las
energías del cosmos —el "fuego"—, parece que el ser humano hoy se
afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo, dejando
a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no quiere
ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto.
Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios,
consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo
pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de
la casa del padre.
En las manos de un hombre que piensa así, el
"fuego" y sus enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden
volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo
demuestra la historia. Como advertencia perenne quedan las tragedias de
Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos,
acabó sembrando la muerte en proporciones inauditas.
En verdad, se podrían
encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente sintomáticos, en la
realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de
mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del
"espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas" (Gn 1, 2) al
inicio de la creación. Y Jesucristo no "trajo a la tierra" la fuerza
vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios
que "renueva la faz de la tierra" purificándola del mal y liberándola
del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este "fuego" puro,
esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en
oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de
la obra renovadora de Cristo.
Los Hechos de los
Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence
el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después
del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a
padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no
desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó
sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a
anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no
tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte.
Sí, queridos hermanos y
hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer
y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que
suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los
mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los
misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos,
algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la
Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando
el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego
purificador.
Con esta fe y esta
gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: "Envía tu
Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra".
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
Domingo 31 de mayo de
2009
Bendito sea Dios por habernos bendecido con el Santo Padre Benedicto XVI.
ResponderEliminarHermosa homilia, si, como dice en ella, "el Espíritu Santo aleteaba" en este caso sobre el Papa Benedicto.
Esas palabras tienen el aroma del Espíritu Santo.
Dios lo bendiga por siempre.
Ana