En esta hora en la que
vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal
sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el
Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.
La imagen del pastor
viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos
como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de
ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido
efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante
el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y
religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su
pueblo. Dios dice a través del profeta:
"Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis
ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de
nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que
ese momento ha llegado: él mismo es el
buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a
los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el
Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de
convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el
"archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con
esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por
medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se
expresa en el sacramento de la Ordenación:
el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo
para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con
él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser
nuestro Pastor.
El evangelio que hemos
escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús
sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el
verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a
él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características
esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente
del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como
Pastor, nos sorprende diciendo: "Yo soy la puerta" (Jn 10, 7). En el
servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús pone de relieve con gran claridad esta
condición de fondo, afirmando: "El
que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra
"sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto
para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar.
"Subir": se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de
llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia: servirse,
no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar
a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su
propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino
para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la
verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien,
sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y
con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino
de la vida.
Se entra en el
sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente: a través de la entrega a Cristo, para que él
disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con
mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo,
quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una
a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por
esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos
precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que
nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de
nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más
atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor.
La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores,
dice: el pastor da su vida por las
ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como
pastor: es el gran servicio que él nos
presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano.
En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante
nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida
sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la
cruz está siempre realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué
significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por
nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la
cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el
sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este
misterio; se pone siempre de nuevo a sí
mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber
que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da
la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe
llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar
nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente
en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo
no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí
mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada
momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la
vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de
nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo
personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella.
Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el
Señor nos dice: "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que
el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase
hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas: la
relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres
encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los
hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando
se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de
sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que
buscan.
Pero donde resuena en
una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la
relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante
todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de
él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los
hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces
quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino
del verdadero Pastor.
Obviamente, las
palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de
acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus
necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento
práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente
es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido
bíblico: no existe un verdadero
conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación
del otro.
El pastor no puede
contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser
siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo
podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento
no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño
corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el
corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un
conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí,
sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también
nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de
nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de
no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera
comunidad.
Por último, el Señor
nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor: "Tengo, además,
otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y
escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es
lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a
Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo
a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras
proféticas, y añade: "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la
nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación
entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el
horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre
el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus
dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación
del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la
Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad,
y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la
humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en
Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
La Iglesia jamás debe
contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha
llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes, hindúes... La
Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio
ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos
y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en
nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas
debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los
que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras
vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al
sacerdote.
Sin embargo, como dice
el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y
cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete
también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no
han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad,
se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso
por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas
las diferencias y los límites, sea un
signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha
unidad.
La Iglesia antigua
encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja
sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la
vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los
cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de
Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de
Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la
imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la
humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero
Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros,
queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve
todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su
rebaño. Amén.
HOMILÍA DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
Basílica de San Pedro
IV Domingo de Pascua, 7
de mayo de 2006
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