29 de noviembre de 2014

ADVIENTO: VEN SEÑOR JESÚS


La esperanza cristiana y la Eucaristía, signo sacramental por excelencia de las últimas realidades.

La esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y el compromiso de transformación del mundo a la luz del Evangelio tienen en realidad una misma fuente: el don escatológico del Espíritu Santo, «prenda de nuestra herencia, para redención del pueblo de su posesión» (Ef 1, 14), que suscita el anhelo de la vida plena y definitiva con Cristo y, a la vez, infunde en nosotros la fuerza para difundir por toda la tierra la levadura del reino de Dios.



En cierto modo, se trata de una realización anticipada del reino de Dios entre los hombres, gracias a la resurrección de Cristo. En Él, Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, el cielo descendió a la tierra y ésta, en su humanidad glorificada, ascendió al cielo. Jesús resucitado está presente en medio de su pueblo y en el centro de la historia humana. Por el Espíritu Santo, reviste de sí mismo a los que en la fe y en la caridad se abren a él, más aún, los transfigura progresivamente, haciéndolos partícipes de su misma existencia glorificada. Ya viven y actúan en el mundo con la mirada siempre puesta en la meta final: «Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1). Por tanto, los creyentes están llamados a ser en el mundo testigos de la resurrección de Cristo y, a la vez, constructores de una sociedad nueva.
El signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el Espíritu, invocado en la epíclesis, «transubstancia» la realidad sensible del pan y del vino en la nueva realidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor resucitado está realmente presente en la Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen el sello de la nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades definitivas y el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.
La Eucaristía, culmen de la vida cristiana, no sólo plasma la existencia personal del cristiano, sino también la vida de la comunidad eclesial y, de algún modo, de la sociedad entera. La Eucaristía proporciona al pueblo de Dios la energía divina que lo impulsa a vivir profundamente la comunión de amor significada y realizada por la participación en la única mesa. Asimismo, lo estimula a compartir con espíritu de fraternidad también los bienes materiales, orientándolos a la edificación del reino de Dios (cf. Hch 2, 42-45).
De este modo, la Iglesia se convierte en «pan partido» para el mundo: para la gente en medio de la cual vive, especialmente para los más necesitados. La Celebración Eucarística es la fuente de las diversas obras de caridad y de ayuda recíproca, de la acción misionera y de las diferentes formas de testimonio cristiano, a través de las cuales ayudamos al mundo a comprender la vocación de la Iglesia según el plan de Dios.
Además, manteniendo viva la vocación a no conformarse a la mentalidad del mundo presente y a vivir en espera de Cristo «hasta que venga», la Eucaristía enseña al pueblo de Dios el camino para purificar y perfeccionar las actividades humanas sumergiéndolas en el misterio pascual de la cruz y la resurrección.

De la Catequesis de San Juan Pablo II, 2 de diciembre de 1998




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