17 de octubre de 2014

La Eucaristía es verdadero sacrificio


Es un sacrificio. Jesús entiende su muerte como un sacrificio de expiación, por el cual, estableciendo una Alianza Nueva, con plena libertad, «entrega su vida» –su cuerpo, su sangre– para el rescate de todos los hombres (cf. Catecismo 1362-1372, 1544-1545). De sus palabras y actos se deriva claramente su conciencia de ser el Cordero de Dios, que con su sacrificio pascual quita el pecado del mundo. Que así lo entendió Jesús nos consta por los evangelios, pero también porque así lo entendieron sus apóstoles.

La enseñanza de San Pablo es muy explícita: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros en oblación y sacrificio a Dios de suave aroma» (Ef 5,2; cf. Rm 3,25). Es el amor, en efecto, lo que le lleva al sacrificio: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; cf. Gál 2,20). Y por eso ahora «en Él tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados» (Ef 1,7; cf. Col 1,20). Por tanto, «nuestro Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1Cor 5,7). Es la misma doctrina que da San Pedro (1Pe 1,2.9; 3,18).

Igualmente San Juan ve en Cristo crucificado el Cordero pascual definitivo, el que con su muerte sacrificial «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.37). Según disponía la antigua ley mosaica sobre el Cordero pascual, ninguno de sus huesos fue quebrado en la cruz (19,37 = Ex 12,46). Los fieles son, pues, «los que lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7,14), es decir, «los que han vencido por la sangre del Cordero» (12,11). Y ese Cordero degollado preside ahora para siempre ante el Padre la liturgia celestial (5,6.9.12). Así pues, el sacrificio de la vida humana de Jesús gana en la cruz la salvación para todos: «él es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,2).



Es un sacrificio único y definitivo. La carta a los Hebreos, por su parte, contempla a Cristo como sumo Sacerdote, y su muerte, como el sacrificio único y supremo, en el que se establece la Nueva Alianza. En este precioso documento, anterior quizá al año 70, puede verse el primer tratado de cristología. Y en él se enseña que los antiguos sacrificios judíos –aunque establecidos por Dios, como figuras anunciadoras de la plenitud mesiánica– «nunca podían quitar los pecados», por mucho que se reiterasen (10,11), y que por eso mismo estaban llamados a desaparecer «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18). Ahora, en cambio, en la plenitud de los tiempos, en la Alianza Nueva, nos ha sido dado Jesucristo, el Sacerdote santo, inocente e inmaculado (7,26-28), que siendo plenamente divino (1,1-2; 3,6) y perfectamente humano (2,11-17; 4,15; 5,8), es capaz de ofrecer una sola vez un sacrificio único, el del Calvario (9,26-28), de grandiosa y total eficacia para santificar a los creyentes (7,16-24; 9; 10,10.14).

Es un sacrificio de expiación y redención. Cristo nos ha redimido con su propia sangre, sufriendo en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados. «Traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados, el castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). De este modo nuestro Salvador ha vencido en la humanidad el pecado y la muerte, y la ha liberado de la cautividad del Demonio y del mundo presente.

«Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, y no imputándole sus delitos» (2Cor 5,19). 

En efecto, nosotros estábamos «muertos a causa de nuestros pecados», pero Cristo nos ha hecho «revivir con él, perdonando todas nuestros delitos, y cancelando el acta de condenación que nos era contraria, la ha quitado de en medio, clavándola en la cruz. Así fue como despojó a los principados y potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz» (Col 2,13-15). En la cruz, efectivamente, Cristo «ha destruido por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14), y «haciéndose Sacerdote misericordioso y fiel», de este modo misterioso e inefable, «ha expiado los pecados del pueblo» (2,17).

Es un sacrificio de acción de gracias. Ahora nosotros, «rescatados no con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19), tenemos un ministerio litúrgico de alegría infinita, que iniciamos en la Eucaristía de este mundo, para continuarlo eternamente en el cielo, cantando la gloria de nuestro Redentor bendito:


«Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la vida. Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu gloria» (Prefacio I pascual).

Jose María Iraburu, Sacerdote

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