21 de junio de 2014

Homilía para el Corpus Christi


La fiesta del Corpus celebrada en el mes del Sagrado Corazón, abre generosamente a todos –de manera más abundante–, los tesoros de la misericordia divina, y nosotros hemos venido a decirle a nuestro Padre Dios, que deseamos renovar nuestra condición de hijos, compartiendo la Palabra y el Pan. De esta manera, nos unimos a toda la Iglesia Católica dispersa en el mundo, para rendir homenaje a Cristo e implorar su misericordia.

Esa bella poesía que llamamos Secuencia del Corpus Christi, nos dice: «El motivo de alabanza que hoy se nos propone, es el pan que da la vida». Y también: «Bajo la forma del pan y del vino que son signos solamente, se ocultan preciosas realidades». «Este es el pan de los ángeles, convertido en alimento de los hombres peregrinos, es el verdadero pan de los hijos…».

En esta tarde, como peregrinos en esta ciudad de Buenos Aires, volveremos a tomar el pan de los hijos, de la misma fuente en la que celebramos el memorial del inmenso y sublime amor misericordioso que Cristo reveló en su pasión: la Eucaristía. En ninguna otra realidad humana, Dios en su gran misericordia, pone de relieve el atributo de la divinidad, significada en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo amado. Motivo por el cual, San Juan Pablo II nos enseñó que: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del Redentor–y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora». El Papa Santo, que nos visitó dos veces, nos enseñó con énfasis que «Dios que “es amor” no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia».

El bautismo nos hizo capaces de recibir, en la fe de la Iglesia, el Cuerpo y la Sangre del Señor, para que al tomarlos recibamos la gracia necesaria para el camino. Sí, nosotros creemos que bajo los signos sacramentales del pan y del vino, se ocultan las insondables riquezas del amor misericordioso, y en cada Eucaristía que celebramos, se abre la fuente de un amor inagotable, para que abrevando en ella, se cumpla el deseo de Jesús de unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones heridos: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el últimodía».(Jn 6,54).

Cuando Jesús nos dice: «El que me come vivirá por mí» (Jn 6,57), es una persuasiva invitación a compartir su suerte, porque Cristo en cada Eucaristía, nos ofrece su amistad, renueva su alianza, nos acerca su misericordia y vuelve a confirmarnos su opción por la vida, porque «Dios es fuente» (Sal 27,1) y «amigo de la vida» (Sab 11,26). Él ha elegido quedarse con nosotros, oculto detrás de la forma sacramental, pero bien visible en el rostro de los pobres, en los enfermos, en los que están en las cárceles, en el más pequeño de sus hermanos (cfr Mt 25, 40), en fin, en sus predilectos, los que nos dan una oportunidad de encontrarnos con Él, y practicar el amor misericordioso, que nos dejó como mandamiento nuevo. Cada vez que comemos su carne y bebemos su sangre, renovamos el deseo de servirlo como Él se merece en nuestros hermanos. Así, en toda Eucaristía, Jesús se hace prójimo, Buen Samaritano de nuestras debilidades, y en la comunión de su Cuerpo y de su Sangre, renovando su fiel amistad, vuelve a infundirnos la vida de Dios, y con ella, su amor misericordioso, el que nos identifica como sus discípulos. En cada eucaristía el amor misericordioso del Padre desborda todo lo previsible, y se hace virtud que vence a nuestro egoísmo, vuelve nuestro corazón hacia los pobres, nos hace más sensibles al dolor de los demás y nos abre al perdón de los hermanos.

San Juan XXIII, el Papa Bueno, al inaugurar el Concilio Vaticano II, soñaba con que la Iglesia volviera a mostrar al mundo el rostro misericordioso de Dios. Por eso, la presentaba como una «madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella». El Pontífice que tan bien interpretó y nos hizo pensar sobre los signos de los tiempos, nos presentó el rostro siempre nuevo de la «Esposa de Cristo que prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad».

Al participar de las dos mesas, la de la Palabra y la del Pan, hacemos memoria del mandato del Señor que nos invitó a anunciar las insondables riquezas de su amor a todos los hombres: «El pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo» (Jn 6,51). Cada Eucaristía se continúa en la misión evangelizadora, y ella lleva, con gestos y palabras, el mensaje de salvación que le viene de su Señor, siendo Él mismo, el primer evangelizador.

El Pan de la misericordia no puede quedarse en manos de unos pocos. Después de tener un verdadero encuentro con el Resucitado, en cada Misa, en cada reconciliación, no podemos guardarnos la alegría solo para nosotros mismos. «Dios que es rico en misericordia» (Ef 2,4), quiere que la fuente de su amor eucarístico se abra a todos los hombres de nuestro tiempo. El encuentro con Cristo eucaristía, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio. Saca afuera lo mejor de nuestro bautismo: nuestra condición de discípulos misioneros. La Eucaristía no sólo proporciona la fuerza interior y el entusiasmo para dicha misión, sino también, en cierto sentido, su ideario. En efecto, «la Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura en que vive». Para lograrlo, es necesario que cada fiel asimile los valores que el sacramento del amor expresa, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que suscita. No tengamos miedo, nos dice el Papa Francisco: «La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio».

La fiesta del Corpus Christi concluye con la adoración del Santísimo. Cuando hagamos silencio para orar, agradecer, pedir, darle gloria e interceder por tantos hermanos necesitados de su amor, ante este misterio grande, misterio de misericordia, pensemos: ¿qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida. No se guardó nada: todo lo ofreció sobre el altar de la Cruz, para la salvación del género humano. A nosotros, nos queda el desafío de comprometernos y anunciar el verdadero amor que perdona, consuela y salva.

Les pregunto: ¿quieren evangelizar para compartir el pan de la misericordia?

Mario Aurelio cardenal Poli

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