Catequesis sobre la Eucaristía, Audiencia General, 27 de septiembre, 2000
1. Según las orientaciones
trazadas por la Tertio millennio adveniente, este Año jubilar, celebración
solemne de la Encarnación, debe ser un año "intensamente eucarístico"
(n. 55). Por este motivo, después de haber fijado la mirada en la gloria de la
Trinidad, que resplandece en el camino del hombre, comenzamos una catequesis
sobre la grande y, al mismo tiempo, humilde celebración de la gloria divina que
es la Eucaristía. Grande porque es la expresión principal de la presencia de
Cristo entre nosotros "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,
20); humilde, porque está confiada a los signos sencillos y diarios del pan y
del vino, comida y bebida habituales de la tierra de Jesús y de muchas otras
regiones. En esta cotidianidad de los alimentos, la Eucaristía introduce no
sólo la promesa, sino también la "prenda" de la gloria futura:
"futurae gloriae nobis pignus datur" (santo Tomás de Aquino, Officium
de festo corporis Christi). Para captar la grandeza del misterio eucarístico,
queremos considerar hoy el tema de la gloria divina y de la acción de Dios en
el mundo, que unas veces se manifiesta en grandes acontecimientos de salvación,
y otras se esconde bajo signos humildes que sólo puede percibir la mirada de la
fe.
2. En el Antiguo Testamento, el
vocablo hebreo kabôd indica la revelación de la gloria divina y la presencia de
Dios en la historia y en la creación. La gloria del Señor resplandece en la
cima del Sinaí, lugar de revelación de la palabra divina (cf. Ex 24, 16). Está
presente en la tienda santa y en la liturgia del pueblo de Dios peregrino en el
desierto (cf. Lv 9, 23). Domina en el templo, la morada -como dice el salmista-
"donde habita tu gloria" (Sal 26, 8). Envuelve como un manto de luz
(cf. Is 60, 1) a todo el pueblo elegido: el mismo san Pablo es consciente de
que "los israelitas poseen la adopción filial, la gloria, las
alianzas..." (Rm 9, 4).
3. Esta gloria divina, que se
manifiesta de modo especial a Israel, está presente en todo el universo, como
el profeta Isaías oyó proclamar a los serafines en el momento de su vocación:
"Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos. Llena está toda la
tierra de su gloria" (Is 6, 3). Más aún, el Señor revela a todos los
pueblos su gloria, tal como se lee en el Salterio: "Todos los pueblos
contemplan su gloria" (Sal 97, 6). Así pues, la revelación de la luz de la
gloria es universal, y por eso toda la humanidad puede descubrir la presencia
divina en el cosmos.
Esta revelación se realiza, sobre
todo, en Cristo, porque él es "resplandor de la gloria" divina (Hb 1,
3). Lo es también mediante sus obras, como testimonia el evangelista san Juan
ante el signo de Caná: "Manifestó su gloria, y creyeron en él sus
discípulos" (Jn 2, 11). Él es resplandor de la gloria divina también
mediante su palabra, que es palabra divina: "Yo les he dado tu
palabra", dice Jesús al Padre; "Yo les he dado la gloria que tú me
diste" (Jn 17, 14. 22). Cristo manifiesta más radicalmente la gloria
divina mediante su humanidad, asumida en la encarnación: "El Verbo se hizo
carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria
que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,
14).
4. La revelación terrena de la
gloria divina alcanza su ápice en la Pascua que, sobre todo en los escritos
joánicos y paulinos, se describe como una glorificación de Cristo a la diestra
del Padre (cf. Jn 12, 23; 13, 31; 17, 1; Flp 2, 6-11; Col 3, 1; 1 Tm 3, 16).
Ahora bien, el misterio pascual, expresión de la "perfecta glorificación
de Dios" (Sacrosanctum Concilium, 7), se perpetúa en el sacrificio
eucarístico, memorial de la muerte y resurrección que Cristo confió a la
Iglesia, su esposa amada (cf. ib., 47). Con el mandato: "Haced esto en
memoria mía" (Lc 22, 19), Jesús asegura la presencia de la gloria pascual
a través de todas las celebraciones eucarísticas que articularán el devenir de
la historia humana. "Por medio de la santa Eucaristía, el acontecimiento
de la Pascua de Cristo se extiende por toda la Iglesia (...). Mediante la
comunión del cuerpo y la sangre de Cristo, los fieles crecen en la misteriosa
divinización gracias a la cual el Espíritu Santo los hace habitar en el Hijo
como hijos del Padre" (Juan Pablo II y Moran Mar Ignatius Zakka I Iwas,
Declaración común, 23 de junio de 1984, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 22 de julio de 1984, p. 9).
5. Es indudable que la
celebración más elevada de la gloria divina se realiza hoy en la liturgia.
"Ya que la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección constituyen el
centro de la vida diaria de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la
liturgia tiene como primera función conducirnos constantemente a través del
camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para entrar en
la vida" (Vicesimus quintus annus, 6). Pero esta tarea se ejerce, ante
todo, por medio de la celebración eucarística, que hace presente la Pascua de
Cristo y comunica su dinamismo a los fieles. Así, el culto cristiano es la
expresión más viva del encuentro entre la gloria divina y la glorificación que
sube de los labios y del corazón del hombre. A la "gloria del Señor que
cubre la morada" del templo con su presencia luminosa (cf. Ex 40, 34) debe
corresponder nuestra "glorificación del Señor con corazón generoso"
(Si 35, 7).
6. Como nos recuerda san Pablo,
debemos glorificar también a Dios en nuestro cuerpo, es decir, en toda nuestra
existencia, porque nuestro cuerpo es templo del Espíritu que habita en nosotros
(cf. 1 Co 6, 19. 20). Desde esta perspectiva, se puede hablar también de una
celebración cósmica de la gloria divina. El mundo creado, "tan a menudo
aún desfigurado por el egoísmo y la avidez", encierra una
"potencialidad eucarística: (...) está destinado a ser asumido en la
Eucaristía del Señor, en su Pascua presente en el sacrificio del altar"
(Orientale lumen, 11). A la manifestación de la gloria del Señor, que está
"por encima de los cielos" (Sal 113, 4) y resplandece sobre el
universo, responderá entonces, como contrapunto de armonía, la alabanza coral
de la creación, para que Dios "sea glorificado en todo por Jesucristo, a
quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Amén" (1 P 4, 11).
Sanctus IOANNES PAULUS II, ora pro nobis.
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