23 de marzo de 2014

La sed de Jesús y la eucaristía


El Papa Benedicto XVI comienza su primera encíclica de esta manera:“« Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él » (1 Juan 4:16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios, también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él ». Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna » (cf. Juan 3:16).
“Dios es amor” (1 Juan 4:8), no sólo porque nos ama a nosotros, sino por su esencia misma; en la vida íntima de Dios uno y trino, Él es amor. En el misterio de la Trinidad misma podemos ver esta comunión de amor: El Padre se da infinitamente al Hijo en un eterno donarse y vaciarse en el Hijo, y el Hijo también se da y se vacía en el Padre infinita y eternamente, y este mutuo donarse en amor es el Espíritu Santo. Como nos dice el catecismo de la Iglesia Católica: “‘Dios es Amor’ (1Jn 4:8; 1Jn 4:16); el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo (cf. 1Cor 2:7-16; Ef 3:9-12); Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él” (CIC 221).Podemos decir que la Santísima Trinidad es un océano infinito de amor. Beata Teresa de Calcuta lo entendió así cuando ella experimentó “las profundidades infinitas del anhelo de Dios de amar y ser amado”.

El amor en sí mismo es efusivo, desea y anhela derramarse. Por eso Dios quiso compartir ese amor con nosotros, por eso fuimos creados, para derramar su amor en nosotros. “Dios no tiene otra razón para crear, que su amor y su bondad: Abierta su mano con la llave del amor surgieron las criaturas” (CIC 293).

A pesar que desde el principio el hombre ha rechazado o ha sido indiferente a este amor, Dios lo sigue llamando, invitándolo a aceptar este amor incondicional, infinito y gratuito que Dios le ofrece: “El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor”. (CIC 27)

El hombre creado por Dios para ser amado por Él, nunca podrá vivir verdaderamente si no reconoce y acepta ese amor que Dios le ofrece:“(El hombre) no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador” (CIC 27). Por eso el salmista expresa muy bien, este deseo innato del ser humano con estas palabras:“Dios, tú mi Dios, yo te busco, mi ser tiene sed de ti, por ti languidece mi cuerpo, cual tierra árida, sin agua, sin vida… pues tu amor es mejor que la vida”(Sal 63:2-4). La vida no tiene sentido, y es vacía cuando no se conoce verdaderamente este amor para el cual fuimos creados.

Este amor de Dios es una fuente inagotable, que trasciende todo conocimiento humano, nunca podemos decir que ya conocemos el amor de Dios, siempre hay más que podamos conocer. Dios vive en una luz inaccesible, y ningún ser humano lo puede ver (Cf 1 Timoteo 6:16); es decir, no nos es posible conocer la profundidad del misterio de Dios por nuestro propio esfuerzo. Pero Dios quiere ser conocido, por eso se reveló, se dio a conocer: “Porque yo quiero… conocimiento de Dios, más que holocaustos” (Oseas 6:6). “Dios, que ‘habita una luz inaccesible (1 Tm 6,16), quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1:4–5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas” (CIC 52).

Sabemos que es a través de Jesús, la imagen del Dios invisible, que conocemos el Corazón mismo de Dios, su palabra nos dice: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Juan 1:18). “Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los profetas. Ahora en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo (Hebreo 1:1-2). Leemos en un documento del magisterio la iglesia:Pues envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios” (Sobre la Fe y Razón #111). El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta… Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (CIC 65).

Toda la vida y obra de Jesús, fue una revelación del corazón de Dios, Él es la imagen del Padre (Cf Col 1:15) y quien ve a Él, ve al Padre (Cf Juan 14:9). “La Iglesia entera está invitada a dirigir su mirada de un modo nuevo al Señor Jesús, que revela a los hombres el rostro de Dios Padre, "compasivo y misericordioso", y que, mediante el envío del Espíritu Santo, manifiesta el misterio de amor de la Trinidad”. (Discurso Juan Pablo II)

Pero es sobre todo en la pasión y cruz de nuestro Señor Jesucristo que se revela el misterio más profundo del amor de Dios. El Papa Benedicto XVI nos dice: “también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, ‘están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia’ (Colosenses 2:3), más aún, en el que ‘reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad’ (Colosenses 2:9). Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber ‘nada más que a Jesucristo, y este crucificado’ (1 Corintios 2:2). Es verdad: la cruz revela "la anchura, la longitud, la altura y la profundidad" -las dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo cuanto se conoce- y nos llena ‘hasta la total plenitud de Dios’ (cf. Efesios 3:18-19).”

Este misterio acontece para nosotros en la misma Eucaristía. 

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