11 de junio de 2013

Fe y vida eucarísticas de Francisco de Asìs



«Fervor ardiente», «asombro»: tales son las palabras que afluyen a la mente de Tomás de Celano cuando evoca la actitud de Francisco para con la Eucaristía. «¡Ardía en fervor... admirando locamente...!» Las expresiones personales de Francisco confirman este testimonio. Pero sobre todo, al revelarnos su propia mirada sobre el «Sacramento del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo», nos muestran la fe sólida, amplia, profunda, viva, que está en el origen de un tal fervor y asombro.

Esforzarnos por penetrar en esa mirada de fe puede ser para nosotros una de las maneras de caminar hacia una mejor comprensión de la Eucaristía. Y esto nos puede llevar -¡ojalá que así sea!- a compartir el fervor y asombro de Francisco ante el «Misterio de la fe», que la Iglesia, siglo tras siglo, contempla y penetra cada vez más profundamente como el centro de su vida.

La fe de Francisco en la Eucaristía es asombrosa. Aunque muy marcada por su tiempo, no queda encerrada en él. Algunas de sus expresiones llevan el sello de las cuestiones que preocuparon a la Iglesia en el siglo XIII.1 Pero la mayor parte de ellas puede resistir, sin doblegarse ni distorsionarse, la confrontación con nuestra visión actual del «Sacramento pascual».2 ¿No es siempre mucho más rica y amplia la fe viva que la representación consciente que de ella propone el lenguaje de una época, influenciado por las circunstancias y necesidades del momento? En el corazón del creyente Francisco, la memoria de la Iglesia depositó sus tesoros... que las arcas del Concilio IV de Letrán no podían contener. En esa misma memoria viva beberá el Concilio Vaticano II... que tampoco la ha agotado. Porque esa memoria posee la riqueza de toda la Revelación, cuyo inventario jamás se cerrará, porque es inagotable.

Tal vez el historiador se sonreirá de esta «pretendida actualidad» de la fe de Francisco en la Eucaristía. Pero el hijo se asombra al descubrir en el pan que come, el sabor de las espigas que han germinado en el campo de su padre, y en el vino que bebe, el aroma de los racimos madurados en su viña. Tal es mi propósito: compartir el descubrimiento gozoso y la sorpresa... de que la fe de Francisco en la Eucaristía es tan viva y profunda, que no está «superada».

Evocaré primeramente el «descubrimiento» de la Eucaristía por Francisco, tal como él nos lo confía en su Testamento. Luego intentaré descubrir en sus propias expresiones el afloramiento de su fe vivida, en toda su amplitud, anotando de paso las huellas perceptibles que la acción del «Sacramento pascual» dejó en su vida profunda.

DESCUBRIMIENTO DE LA EUCARISTÍA

Al recordar en su Testamento los años de su conversión, Francisco define el lugar que la Eucaristía ocupará en su fe y en su vida. Nos sugiere al mismo tiempo las circunstancias concretas que provocaron o favorecieron su posición.

«Y el Señor me dio una fe tal...» (Test 4).

Esta «y» (et), equivalente a un «entonces», con sentido de sucesión de acontecimientos, puede situarse en el tiempo y el espacio. Francisco acaba de evocar el servicio a los leprosos; luego, su «salí del siglo», es decir, concretamente la ruptura con el mundo de Pedro Bernardone ante el tribunal del obispo de Asís.

«Y» (=entonces): inmediatamente después de este acontecimiento, Francisco se establecerá en San Damián. Allí vivirá largamente, consagrando sus fuerzas y su tiempo a restaurar el edificio en ruinas, en compañía del capellán, cuyo ministerio esencial era sin duda la celebración de la Eucaristía.

«Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4-5).

Las iglesias: primera realidad concreta percibida en la fe como morada de Jesucristo, Señor y Salvador. La experiencia vivida por Francisco en San Damián le llevaba al reconocimiento y gratitud hacia esta iglesia, morada de Jesucristo: «Mi casa que amenaza ruina». Pero este reconocimiento se extiende, desde allí, «a las iglesias que hay en el mundo entero»: signos concretos de la Iglesia que habita el Señor, de la Iglesia «que había adquirido Cristo con su sangre»; pronto comprendió Francisco, guiado por el Espíritu, que era de ella de la que le había hablado el Crucifijo (2 Cel 11; LM 2,1). Y este Crucifijo de San Damián imprimía en su corazón el rostro del Señor-Salvador, del «Señor Jesucristo» que «por su santa cruz redimió al mundo». De tonalidad manifiestamente joánica, este Crucifijo bizantino evoca a Jesús «glorificado», elevado sobre la cruz y en la gloria. En este icono fue donde Francisco percibió primeramente la presencia de Cristo en aquella iglesia. Cuando, más tarde, fije su mirada en el Sacramento del Cuerpo del Señor, el Rostro del Cristo de San Damián no se borrará, sino que se superpondrá y finalmente se confundirá con él, prestando sus rasgos a Aquel que Francisco adorará bajo el signo del pan consagrado: el Señor-Salvador, el Crucificado-glorificado, al que se dirige su oración, tomada de la liturgia de la fiesta de la Cruz gloriosa.

Y prosigue Francisco:

«Después de esto, el Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana..., que los quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 6. 8-9).

Después de los edificios, en los que «toma cuerpo» en la tierra la realidad de la Iglesia, los ministros consagrados para «dar cuerpo» a esa Iglesia. Segundo descubrimiento, provocado sin duda por la compañía cotidiana del sacerdote de San Damián. Con su presencia y su vida, éste fue el testigo humano por medio del cual el Señor despertó y sobre el que el Señor apoyó esa «fe tan grande» que le dio a Francisco. A partir de él, del capellán de San Damián, Francisco abarca en esa fe a todos los sacerdotes, «los pobrecillos sacerdotes de este siglo» (Test 7). En ellos discierne al Hijo de Dios. Porque los ve investidos del ministerio del Cuerpo de Cristo y primeramente por el Sacramento de la Eucaristía.

Prosigue, en efecto:

«Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a otros» (Test 10).

Así, pues, en adelante se encontrarán vinculadas en la fe de Francisco la realidad del sacerdote y la del Sacramento del Cuerpo de Cristo, inseparables el uno del otro (Adm 26). En la Carta a los fieles, el vínculo sacerdocio-eucaristía se extiende también a las santas palabras del Señor, «que ellos pronuncian, proclaman y administran» (2CtaF 33-35). Servidores de la Iglesia, los sacerdotes administran a sus miembros el Cuerpo y la Sangre que dan la salvación y la vida, el Cuerpo y la Sangre que hacen de ellos la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

Todo esto nos hace caer en la cuenta de cómo Francisco descubrió, de manera concreta y viva, la Eucaristía en el centro del ser sacramental de la Iglesia. Iglesia, sacerdote, eucaristía, vinculados uno al otro en su descubrimiento, lo estarán también en adelante en su vida. Bajo la dirección del Señor, se irá ensamblando y ajustando pieza a pieza el armazón sólido, robusto y sano de su fe en la Iglesia, sacramento de salvación, ante todo por el don que el Señor le hace de su Cuerpo y de su Sangre, por el ministerio del sacerdote. La Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la Eucaristía, y el sacerdote, consagrado por la Iglesia, está completamente al servicio de la construcción de la misma, sobre todo por el ministerio de los santísimos Cuerpo y Sangre del Señor. Desde luego, este no es el vocabulario de Francisco, pero sí es muy realmente el contenido de su fe.

De las experiencias concretas vividas en San Damián, Francisco recibe del Señor la gracia de descubrir de manera viva el «Misterio de la fe». Y la imagen grabada en su corazón en la más fuerte de esas experiencias, la imagen del Crucificado-glorificado, dará rostro al altísimo Hijo de Dios en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

A través de esta sencillísima evocación de su caminar bajo la guía del Señor, Francisco nos permite comprobar el equilibrio, la solidez, la profundidad de su fe en la Eucaristía, que luego, a lo largo de los años, ocupará un lugar tan destacado en su corazón y en su vida. ¿Cómo no vamos a sentirnos hoy a gusto con esta fe de Francisco así definida?

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