16 de mayo de 2013

Meditación con la Palabra y la Eucaristía preparando la venida del Espíritu



La letra y el Espíritu

A partir del II siglo se observa una tendencia a modelar –en los requisitos, en los ritos, en los títulos, en las vestiduras– el sacerdocio cristiano sobre el levítico del Antiguo Testamento ; una tendencia que se refleja en documentos canónicos como las Constituciones apostólicas, la Didascalia siriaca y otras fuentes similares. Precisamente esta asimilación externa, hace sentir más urgente la necesidad de redescubrir, en una ocasión como esta, la novedad y alteridad sustancial del ministerio de la nueva alianza respecto al de la antigua. Es la enérgica afirmación paulina que quisiera poner en el centro de la presente meditación: “No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida. Que si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!” (IICor 3,5-8). Qué entiende el Apóstol con la oposición letra–Espíritu, se deduce de lo que escribe poco antes, hablando de la comunidad del Nuevo Testamento: “Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones” (II Cor 3,3). La letra es por tanto la ley mosaica escrita sobre tablas de piedra y, por extensión, toda ley positiva exterior al hombre; el Espíritu es la ley interior, escrita en los corazones, la que en otro lugar el Apóstol define “la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús y que liberó de la ley del pecado y de la muerte” (cf. Rm 8,2). San Agustín escribió un tratado sobre nuestro texto –el De Spiritu et littera– que constituye un hito en la historia del pensamiento cristiano. La novedad de la nueva alianza respecto a la antigua, explica, es que Dios ya no se limita a mandar al hombre que haga o no haga, sino que hace él mismo con él y en él las cosas que le manda. Donde impera la ley de las obras amenazando, la ley de la fe impetra creyendo... Con la ley de las obras Dios dice al hombre: 'Haz lo que te mando', con la ley de la fe el hombre dice a Dios: 'Dame lo que me mandas'”.

La ley nueva que es el Espíritu es mucho más que una “indicación” de voluntad; es una “acción”, un principio vivo y activo. La ley nueva es la vida nueva. La oposición letra–Espíritu equivale en san Pablo a la oposición ley–gracia: “ya que no estáis bajo la ley sino bajo la gracia” (Rm 6,14). También en la Antigua Alianza está presente la idea de gracia, en el sentido de benevolencia, favor y perdón de Dios (la hesed): “hago gracia a quien hago gracia” (Ex 33,19); los salmos están llenos de este concepto. Pero ahora la palabra gracia, charis, ha adquirido un significado nuevo, histórico: es la gracia que viene de la muerte y resurrección de Cristo y que justifica al pecador. Ya no es solo una disposición benévola, sino una realidad, un “estado”: “Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos” (Rm 5,1-2). Juan describe la relación entre antigua y nueva alianza de la misma forma que Pablo: “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17). De esto se deduce que la ley nueva, o del Espíritu, no es, en sentido estricto, la promulgada por Jesús en el monte de las Bienaventuranzas, sino la escrita por Él en los corazones en Pentecostés. Los preceptos evangélicos son ciertamente más elevados y perfectos que los mosaicos; con todo, por sí solos, también estos habrían sido ineficaces. Si hubiese bastado proclamar la nueva voluntad de Dios a través del Evangelio, no se explicaría qué necesidad había de que Cristo muriese y viniese el Espíritu Santo; no se explica por qué el Jesús de Juan hace depender todo de su “elevación”, es decir, de su muerte en cruz (cf. Jn 7,39; 16,7-15). Los apóstoles son la prueba viviente de esto. Éstos habían escuchado de la viva voz de Cristo todos los preceptos evangélicos, por ejemplo que “quien quiera ser el primero se haga el último y el siervo de todos”, pero hasta el final les vemos preocupados por establecer quién era el más importante entre ellos. Sólo tras la venida del Espíritu sobre ellos les vemos olvidarse completamente de sí mismos y dedicados sólo a proclamar “las grandes obras de Dios” (cf. Hch 2, 11). Sin la gracia interior del Espíritu, también el Evangelio, por tanto, también el mandamiento nuevo, se habría quedado en ley vieja, letra. Retomando un atrevido pensamiento de san Agustín, santo Tomás de Aquino escribe: “Por letra se entiende toda ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo que también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiese, dentro, la gracia de la fe que sana”.

Aún más explícito es lo que escribió un poco antes: “La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu que se ha dado a los creyentes”. Es la gracia que se nos da en la Eucaristía.

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