28 de abril de 2013

La comunión eucarística



3.1. El hombre es lo que come

Nos queda de presentar ahora el tercer momento esencial de la Misa, la comunión. Un filósofo ateo dijo: “El hombre es lo que come”, queriendo decir con ello que en el hombre no existe una diferencia cualitativa entre materia y espíritu, sino que todo en él se reduce al componente orgánico y material. Y con ello, se ha vuelto a dar, una vez más, el hecho de que un ateo, sin saberlo, ha dado la mejor formulación de un misterio cristiano. Gracias a la eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come. Hace ya mucho tiempo, escribía san León Magno: “Nuestra participación en el cuerpo y sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos”

Pero escuchemos lo que dice, a propósito de esto, el mismo Jesús: Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí (Jn 6, 57). La preposición “por” (en griego, dià) tiene aquí valor causal y final: indica a la vez un movimiento de proveniencia y un movimiento de destino. Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive “por” Él, es decir, a causa de Él, en virtud de la vida que proviene de Él, y vive “en vista de” Él, es decir, para su gloria, su amor, su Reino. Como Jesús vive del Padre y para el Padre, así, al comulgar en el santo misterio de su cuerpo y de su sangre, vivimos de Jesús y para Jesús.

En efecto, el principio vital más fuerte es el que asimila consigo al menos fuerte, no al contrario. El vegetal es el que asimila al mineral, no al contrario; es el animal el que asimila al vegetal y al mineral, no al contrario. Así ahora, en el plano espiritual, el principio divino es quien asimila consigo al humano, no al contrario. De manera que mientras en todos los demás casos quien come es quien asimila lo que come, aquí el que es comido asimila a quien lo come. A quien se acerca a recibirlo Jesús le repite lo que decía a Agustín: “No serás tú quien me asimile, sino que seré yo quien te asimile”.

3.2. Lo que falta a la plena encarnación

Estos son ejemplos clásicos. En cambio, querría insistir en otro aspecto de la comunión eucarística sobre el cual se habla menos. La carta a los Efesios dice que el matrimonio humano es un símbolo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 31). Ahora bien, según san Pablo, la consecuencia inmediata del matrimonio es que el cuerpo del marido llega a ser de la esposa y, viceversa, el cuerpo de la esposa llega a ser del marido (cf. 1Co 7,4). (“Cuerpo”, hemos visto significa en la Biblia toda la persona, no solamente su componente física).

Aplicado a la Eucaristía, esto significa que la carne incorruptible y vivificadora del Verbo encarnado se hace “mía”, pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, pero ¡también Cristo “recibe” nuestro cuerpo y nuestra sangre! Él nos dice: “Toma, esto es mi cuerpo”, pero también nosotros podemos decirle: “Toma, esto es mi cuerpo”.

No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Nadie debe decir: “¡Ah, Jesús no sabe lo que quiere decir ser una mujer, estar casado, haber perdido un hijo, estar enfermo, ser anciano, ser persona de color!” Si lo sabes tú, también lo sabe él, gracias a ti y en ti. Lo que Cristo no ha podido vivir “según la carne”, habiendo sido su existencia terrena, como la de todo hombre, limitada a algunas experiencias, lo vive y “experimenta” ahora como resucitado “según el Espíritu”, gracias a la comunión esponsal de la Misa. Todo lo que “faltaba” a la plena “encarnación” del Verbo se “realiza” en la Eucaristía. La beata Isabel de la Trinidad comprendió el motivo profundo de esto cuando escribía: “La esposa pertenece al esposo. El mío me ha tomado. Quiere que sea para Él una humanidad añadida”.

3.3. Una apropiación indebida

En el rito de la misa anterior a la reforma, antes de iniciar el ofertorio, el sacerdote se dirigía al pueblo con el saludo Dominus vobiscum (El Señor esté con vosotros) y esto es lo que el poeta Claudel leía en esas palabras y en la mirada implorante del sacerdote:

“¡El Señor esté con vosotros, hermanos! Hermanos, ¿me oís?

Mi pequeña grey, no es sólo la patena, no es sólo el cáliz con el vino,

eres tú, toda entera, mi pequeña grey, lo que yo querría tener y levantar entre manos...

Ahora se te presenta el plato para la ofrenda; ¿no tienes otra cosa que esa mísera moneda para poner en él?...

¿No tienes otra cosa que abrir que tu monedero?

¿No hay aquí nadie que sufre?...

¿No hay afligidos entre vosotros? ¿De verdad? ¿Ningún pecado, ningún dolor?

¿Ninguna madre que haya perdido el hijo? ¿Ningún fracasado sin culpa propia?

¿Ninguna chica abandonada por el novio porque el hermano le ha devorado la dote?

¿Ningún enfermo al que el médico haya diagnosticado y que sabe que ya no tiene esperanza?

¿Por qué, pues, sustraer a Dios lo que le pertenece y es suyo?

¡Vuestras lágrimas y vuestra fe, vuestra sangre con la suya en el cáliz!

Junto con el vino y el agua ¡esta es la materia de su sacrificio!

Esto es lo que rescata al mundo con él, esto es aquello de lo que tiene sed y hambre,

Estas lágrimas como monedas arrojadas en el agua, Dios mío, ¡tanto sufrimiento desperdiciado!

¡Tened piedad de él que sólo tuvo treinta y tres años para sufrir!

¡Unid vuestra pasión a la suya, visto que sólo se puede morir una vez!” .

Pero dar a Jesús nuestras cosas —cansancios, dolores, fracasos y pecados—, es sólo el primer acto. Del dar se debe enseguida pasar, en la comunión, al recibir. ¡Recibir nada menos que la santidad de Cristo! Si no damos este “golpe temerario” nunca entenderemos “la enormidad” que es la Eucaristía.

Hay un acto que, realizado con los hombres es pecado y está penado por la ley y que, en cambio, con Cristo no sólo está permitido, sino que es sumamente recomendable: “la apropiación indebida”. ¡En cada comunión Cristo nos “instiga” a hacer una apropiación indebida! (“Indebida”, es decir, ¡no debida, no merecida, puramente gratuita!). Nos permite apoderarnos de su santidad.

¿En donde se realizará, concretamente, en la vida del creyente, ese “maravilloso intercambio” (admirabile commercium) del que habla la liturgia, si no se realiza en el momento de la comunión? Allí tenemos la posibilidad de dar a Jesús nuestros harapos y recibir de Él el manto de la justicia (Is 61,10). En efecto, está escrito que por obra de Dios se ha convertido para nosotros en sabiduría, justicia, santificación y redención (1Co 1,0). Lo que Cristo se ha convertido “para nosotros” nos está destinado, nos pertenece. Es un descubrimiento capaz de poner alas a nuestra vida espiritual.

3.4. La comunión con el cuerpo de Cristo que es la Iglesia

Nos hemos limitado hasta ahora a meditar sobre el aspecto vertical de la comunión, la comunión con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero en la eucaristía se realiza también una comunión horizontal, esto es, con los hermanos. San Pablo dice: El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan (I Co 10, 16-17).

En este fragmento, se menciona dos veces la palabra “cuerpo”; la primera vez designa el cuerpo real de Cristo; la segunda, su cuerpo místico que es la Iglesia. Al acercarme a la eucaristía ya no puedo desentenderme del hermano; no puedo rechazarlo sin rechazar al mismo Cristo y separarme de la unidad. Quien en la comunión pretendiera ser todo él fervor por Cristo, después de haber apenas ofendido o herido a un hermano sin pedirle perdón, o sin estar decidido a hacerlo, se parece a alguien que al encontrar después de mucho tiempo a un amigo suyo, se eleva de puntillas para besarlo en la frente y mostrarle así todo su afecto, sin darse cuenta de que le está pisando los pies con sus zapatos de clavos. Los pies de Jesús son los miembros de su cuerpo, especialmente aquellos más pobres y humillados. Él ama estos “pies” suyos y le podría gritar a dicho amigo: ¡ Me honras sin fundamento!

El Cristo que viene a mí en la comunión, es el mismo Cristo indiviso que se dirige también al hermano que está a mi lado; por así decirlo, él nos une unos a otros, en el momento en que nos une a todos a sí mismo.

San Agustín nos recuerda que no podemos obtener un pan si los granos que lo componen no han sido primero “molidos”. Para ser molidos no hay nada más eficaz que la caridad fraternal, especialmente para quien vive en comunidad: el soportarse unos a otros, a pesar de las diferencias de carácter, de puntos de vista, etc. Es como una muela que nos lima y nos afila cada día, haciéndonos perder nuestras asperezas naturales. Una canción española que me gusta mucho dice: “Un molino la vida nos tritura con dolor – Dios nos hace eucaristía en el amor”.

Ahora hemos comprendido lo que significa decir: Amén y a quién decimos: Amén en el momento de la comunión. Se proclama: “¡El cuerpo de Cristo!” y nosotros respondemos: ¡Amén! Decimos Amén al cuerpo santísimo de Jesús nacido de María y muerto por nosotros, pero decimos también Amén a su cuerpo místico que es la Iglesia y que son, concretamente, los hermanos que están a nuestro alrededor, en la vida o en la mesa eucarística.

Raniero Cantalamessa

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