La santa Cuaresma que estamos para celebrar es un momento fuerte del año que nos ha sido dado para prepararnos a recoger mejor los frutos del misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús. Estos frutos se resumen en las virtudes que resplandecen en el acto extremo, tremendo y sublime al mismo tiempo, del don del Hijo de Dios, humillado y azotado, en la Cruz: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga (...). El que pierda su vida por mí, la salvará» (Lc 9, 23.24). Esta palabra interpela a todo bautizado que pretende vivir con autenticidad la propia llamada a ser cristiano, que es llamada a la santidad. Pero de manera muy singular exhorta a que la viva totalmente quien ha sido elegido por Dios a continuar la misión de Cristo Maestro, Cabeza y Pastor: «Llamó a su lado a los que quiso (...) para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios» (Mc 3, 13-15). Por esto, cada joven que entra en el Seminario como bautizado, y sobre todo como llamado, debe saber meditar y hacer propia esta palabra.
«Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo a fin de que sigan sus huellas.» (1P 2, 21). “Seguir las huellas” de Cristo significa literalmente caminar con Él, donde camina Él, como camina Él. Es un compromiso que debe tener en cuenta, ya desde el inicio, el sacrificio, porque un don de amor total, como el Amor del Hijo de Dios por nosotros, no puede no encontrar dificultades, incomprensiones, escarnio, persecución. De aquí la condición de aceptar la cruz cotidianamente, si de verdad se desea ser sus discípulos, oponiéndose a cuanto, fuera y dentro de nosotros, entra en contraste con la ley del Espíritu: «Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí, y por eso, ustedes no pueden hacer todo el bien que quieren» (Gal 5, 16-17).
Las prácticas penitenciales son, por tanto, momentos muy preciosos que se han de vivir para probar la capacidad del saberse donar y, al mismo tiempo, para “entrenarse” a hacerlo sin condiciones. La santa Cuaresma es sólo uno de estos momentos, pero, de todas formas, es un momento muy especial: la contemplación del Siervo doliente, especialmente con la piadosa práctica del Via Crucis, nos enseña, no sólo a aceptar, sino precisamente a amar el sacrificio, practicado por amor de Cristo y de los hermanos −siguiendo el ejemplo de Simón de Cirene (Mt 27, 32; Mc 15, 21; Lc 23, 26) y cuanto nos confirma la sabiduría multisecular de los santos− como cooperación y sostén en sus sufrimientos y en su designio de salvación.
En realidad, ésta es precisamente la esencia más profunda de la identidad del sacerdote: él es un ser-para-Dios y al mismo tiempo, precisamente por esto, un ser-para-los hermanos. Quien se prepara al sagrado ministerio debe tener muy presente estas cosas. Toda exageración, todo desvío, toda incongruencia con la esencia del sagrado ministerio es siempre una inevitable consecuencia del alejamiento −con la mente y con el corazón, con el espíritu y con el actuar− de esta sacrosanta verdad.
El medio mediante el cual este sumo don de sí mismos se realiza y se alimenta, a ejemplo de Cristo y con la fuerza que viene de Él, es sin duda el sacramento de la Eucaristía. Ésta representa «la fuente y la cumbre de la vida cristiana» (Lumen Gentium, 11), pero especialmente de la vida sacerdotal. En realidad, el sacerdote no es sólo aquel que “produce”, por así decirlo, la Eucaristía, sino sobre todo aquel que en ésta se identifica y se convierte en su misteriosa presencia con su vida. Casi podemos decir que el sacerdote está llamado a ser él mismo eucaristía, don de amor al Padre para la salvación del mundo. Por esto ya en el Decreto conciliar Optatam Totius, cuando se habla de la formación de los candidatos al ministerio sagrado (n. 8) leemos: «Vivan el misterio pascual de Cristo de tal manera que sepan unificar en él al pueblo que ha de encomendárseles». Este “misterio pascual” se celebra y se edifica en la santa Misa, y se vive en la vida de cada día: en la relación con los compañeros, en la obediencia a los superiores, en la dedicación a los compromisos de estudio y de comunidad, en la vida de oración, y también, en la familia, en la parroquia, en los diversos contextos de la vida cotidiana. Más en general, en la docilidad en dejarse conducir por Jesús, teniendo siempre fija la mirada en Él (Hb 12, 2).
Que la santa Cuaresma, pues, tiempo de penitencia y de oración, sea también tiempo para interiorizar profundamente la relación entre Eucaristía y vocación y para vivir la oferta cotidiana de la santa Misa como oferta de nosotros mismos, valorando el tiempo presente en la perspectiva de la eternidad futura.
¡Que María, Mujer eucarística por excelencia, dulcísima Madre de todo discípulo predilecto de su Hijo, os acompañe a todos vosotros, y con su ejemplo y su intercesión os ayude a comprender la inefable fascinación de las alturas a las que estáis llamados!
Mauro Card. Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero
13 de febrero de 2013, Miércoles de Ceniza
"Media vita in morte sumus ; quem quaerimus adjutorem, nisi te Domine, qui pro peccatis nostris juste irasceris? Sancte Deus, sancte fortis, sancte et misericors Salvator, amarae morti ne tradas nos."
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