22 de enero de 2013

La liturgia de las horas prepara y prolonga la eucaristía a lo largo de la jornada



La fidelidad a la celebración diaria e íntegra de la Liturgia de las Horas en la vida del Sacerdote

“Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos hermanos y hermanas en la vida consagrada: sé que se requiere disciplina; más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a Dios, no falta su bendición” (Benedicto XVI, Discurso en la visita a la Abadía de Heiligenkreuz, 9 de septiembre de 2007).

Bastarían estas vehementes palabras de Benedicto XVI para recordar cuán precioso es el don que la Iglesia pone en manos del sacerdote, cuando le pide que celebre diaria e íntegramente la Liturgia de las Horas. La Iglesia le da una tarea, le impone un trabajo (officium). Porque, en efecto, se trata de esto. La Liturgia de las Horas es el primer trabajo (officium) al cual está llamado el sacerdote. Un trabajo que debe desempeñar al servicio de toda la Iglesia y de aquellos que le son encomendados. Como tal lo debe percibir y vivir. El anhelo pastoral de su corazón consagrado comienza allí, en esa celebración fiel que marca el ritmo las horas de su jornada y con la cual lleva delante del Señor “el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres” (Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 1), atrayendo hacia el mundo bendición y salvación, y recibiendo también él muchas riquezas.

El sacerdote, fiel a la celebración diaria de la Liturgia de las Horas, conoce la extraordinaria gracia de entrar en el canto enamorado de la Iglesia Esposa, que nunca deja de elevar a su Esposo alabanzas, agradecimientos, súplicas y expresiones de asombro. De la experiencia de esa gracia, que se renueva con el amanecer de cada día, aprende la belleza de la oración litúrgica que, aunque sea personal, siempre es a la vez eclesial, y lo lleva a saborear, con intensidad creciente, la comunión con la Iglesia universal, todavía comprometida en la travesía de la historia y, que aun así, ya ha arribado al puerto del Cielo. El sacerdote vive de este modo, en el gozo y la compañía de sus hermanos de fe esparcidos por todo el mundo, un anticipo de la patria eterna, al compartir con Cristo y la Virgen Santísima, con los Ángeles y los Santos ese “cántico de alabanza que resuena eternamente en las moradas celestiales” (Paolo VI, Constitución Apostólica Laudis canticum, 1 de noviembre de 1970).

El sacerdote, fiel a la celebración diaria de la Liturgia de las Horas, hace experiencia de la dimensión cósmica de todo acto litúrgico, y se convierte en representante de la aspiración de todo el universo de orientarse de nuevo hacia Dios. En efecto, como siempre en la liturgia, en la celebración orante de las Horas del día, el presbítero contribuye a reconducir el cosmos al lugar de donde dramáticamente se alejó con motivo de la caída original y del cual tiende continuamente a alejarse, a causa de las fragilidades y las culpas del hombre. El sacerdote es, por tanto, de un modo singular, portavoz de todo el universo en su viaje interior de retorno al Señor, Creador y Salvador, heraldo de un mundo que, tocado por la gracia, anhela los Cielos nuevos y la Tierra nueva, aunque en medio de los dolores del parto.

El sacerdote, fiel a la celebración diaria de la Liturgia de las Horas, experimenta el gozo de una progresiva transformación en Cristo. Como nos recuerda magistralmente San Agustín, “Cristo ruega por nosotros como sacerdote nuestro, ruega en nosotros como cabeza nuestra y a Él rogamos como Dios nuestro”. Nosotros, pues, “reconocemos en Él nuestra voz, y en nosotros su voz” (Exposición sobre el salmo 85, 1). De ese modo, el pensamiento del sacerdote coincide cada vez más con el pensamiento del Señor, su corazón comparte cada vez más los anhelos de amor por la vida de la Iglesia y la salvación del mundo; también su visión de la historia se conforma cada vez más a la de Cristo, en una mirada de fe progresivamente más límpida. En virtud de la Liturgia de las Horas, el sacerdote se apropia gradual y personalmente de la identidad objetiva y sacramental que se le confirió en el momento de la sagrada ordenación, para llegar a afirmar con la verdad de su existencia: “ ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).

El sacerdote, fiel a la celebración diaria de la Liturgia de las Horas, es acompañado a vivir cada momento del día en relación con el Sacrificio eucarístico que constituye la razón más verdadera, el centro y el vértice de su jornada. Celebra las Laudes en preparación al don inestimable de la visita del sol que nace de lo alto, Jesús el Salvador, repitiendo el Cántico de Zacarías; celebra las Vísperas como agradecimiento por la visita de su Señor, llevando en el corazón el Cántico de María; celebra las Completas reviviendo, con el Cántico de Simeón, la espera del encuentro definitivo con Aquel que, en el ya pero todavía no del tiempo presente, es toda su vida; por último, en las demás Horas de la Liturgia celebra la alabanza perenne de acción de gracias que, del misterio eucarístico, se eleva como perfume suave de incienso al trono del Altísimo.

Mons. Guido Marini

Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias









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