21 de noviembre de 2012

El ministerio del acolitado, ministerio eucarístico



Según hemos escuchado en la Carta a los Hebreos (9, 11-15), el sacrificio de Cristo no es un sacrificio ritual sino la entrega existencial de quien por obra de su libertad y de su amor al Padre y a los hombres se ofreció a sí mismo a Dios. El autor presenta a Cristo resucitado entrando en el santuario celestial, llevando su sangre redentora, la verdadera ofrenda de la que los antiguos sacrificios eran sólo sombra y profecía.

Es esta la realidad que se hace presente en la Eucaristía celebrada por la Iglesia, hecha posible en virtud del sacerdocio celestial de Jesucristo; la liturgia eclesial en la tierra, acción de Cristo y de su Esposa la Iglesia. A esa realidad se asoma el acólito cuando ejerce su ministerio, que incluye distribuir la Sagrada Comunión a los fieles y llevarla también a aquellos que están enfermos, según se dice en el Pontifical. Cuando hagan esto recuerden lo que hemos oído hace unos minutos en el Evangelio (Jn. 6, 51-59): el don eucarístico es el fruto de la encarnación y del misterio pascual: es el pan vivo bajado del cielo, la carne de Cristo para la vida del mundo.

Ese don precioso será puesto en las manos de ustedes y repartido por ellas; no se acostumbren de tal modo a hacerlo que se aletargue la conciencia del misterio que se les confía y cuiden que no los mecanice la rutina.

Teniendo en cuenta que el acolitado es un ministerio eucarístico, resulta oportuno recordar a quien la Iglesia propone como patrono de los acólitos a san Tarcisio. Los datos históricos que acerca de él nos han llegado son escasos, pero suficientes y significativos. Lo conocemos por el epígrafe en versos latinos que el Papa Dámaso hizo colocar en la catacumba de Calixto, en el sitio de su sepultura; dice así: cuando una banda de malvados se precipitó contra Tarcisio queriendo profanar el sacramento de Cristo que llevaba, él herido de muerte prefirió perder la vida antes que entregar a los perros rabiosos el cuerpo celestial.

La inscripción recoge lo esencial de la memoria que la Iglesia de Roma conservaba del joven mártir. En la tradición se mezclan noticias históricas y elaboraciones conjeturales, quizá legendarias; se destaca su condición adolescente y se lo identifica como acólito. Es sabido que en los años aproximados de su martirio, hacia mitad del siglo III, había en Roma cuarenta acólitos.

Recordemos que en tiempos de persecución los cristianos se reunían en las catacumbas para orar y celebrar los sagrados misterios; llevar la Eucaristía a los enfermos y a los presos era una aventura arriesgada que cumplían los diáconos o los acólitos. El cardenal Wiseman en su novela Fabiola incluyó un relato edificante del martirio de Tarcisio que emocionó a una multitud de lectores y contribuyó a recuperar su memoria; en esa obra supone que el muchacho se ofreció voluntariamente a llevar el santísimo Sacramento y explica las circunstancias de su misión, que despertó la curiosidad de los paganos. Wiseman amplificó los datos históricos disponibles, pero no recogió un rasgo sugestivo que figura en el Martirologio Romano.

En la anotación correspondiente al 15 de agosto, el Martirologio dice: En Roma, en la Via Appia, el acólito san Tarcisio, a quien los paganos encontraron portando el sacramento del Cuerpo de Cristo y cuando intentaron averiguar qué llevaba, él, juzgando indigno entregar las perlas a los cerdos, fue golpeado con palos y piedras hasta que exhaló el espíritu; revisando su cuerpo, los sacrílegos no hallaron nada del sacramento de Cristo, ni en sus manos ni entre sus vestidos. Los cristianos recogieron el cuerpo del mártir y lo sepultaron con honores en el cementerio de Calixto.

Según esta noticia, no se encontró la Eucaristía en manos de Tarcisio; el pan consagrado había desaparecido. Pudo pensarse que el muchacho consumió las especies consagradas para evitar la profanación, o que se trató de una desaparición milagrosa del sacramento. Sin embargo, la devoción popular creyó que el pan eucarístico se hizo carne del mártir, formando con él una única víctima inmaculada, como un sello de su fidelidad y pureza; uno solo él y su Señor.

¡Suerte feliz la del acólito, que sigue al Señor y se hace uno con él! Que puedan ustedes experimentar esa dicha, queridos hijos, gracias a la bendición que ahora reciben y a la intercesión de san Tarcisio.

De la homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata , al instituir como acólitos a dos seminaristas plateases (Iglesia del Seminario Mayor San José, 3 de noviembre de 2012)

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