4 de junio de 2012

Hora santa: preparando Corpus Christi


Amor hasta la consumación.

El más grande secreto de amor que Cristo nos ha regalado es la Eucaristía. Es Jesús el que tenés en frente a vos en este momento. El mismo que una noche como esta:

«Antes de la celebración de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Juan introduce con este versículo no sólo el lavatorio de los pies sino también la Eucaristía. En la imagen del lavatorio, Juan expresa lo que Jesús le ha dejado grabado en lo más profundo y lo que quería volver a comunicar a los discípulos en la última cena. La encarnación del Hijo de Dios es para Juan una expresión del amor de Dios «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único hijo»(Jn 3,16). Las culpas de los hombres les han hecho incapaces de amar. Se han replegado en sí mismos. Entonces aparece Jesús para, por medio de su amor, devolver a la gente su capacidad de amar, y así curó enfermos, se inclinó amorosamente hacia donde estaban las llagas que nos escondemos a nosotros mismos y a los demás. Esto se ve con toda claridad en el lavatorio de los pies, cuando Jesús se arrodilla para tocarnos donde está nuestra peor herida y así curarnos los pies que se han ensuciado con el polvo de la tierra y se han vuelto feos, sucios, heridos por las espinas y los trozos de vidrio que hay en el camino. Los antiguos decían de Aquiles que era vulnerable en el talón. La herida más grande que nos tortura es la de la muerte y la soledad que surge con toda su fuerza por ella. Jesús se inclina hacia ella en su crucifixión, para tocarnos esa herida con su amor y curarnos. Jesús muere diciendo las mismas palabras con las que Juan describe su amor en el lavatorio de los pies. Jesús nos ama hasta el extremo. Antes de expirar dice: Todo está consumado, terminado.

Juan nos describe en el lavatorio de los pies y en los discursos siguientes lo esencial de las celebraciones eucarísticas. En la Eucaristía celebramos el amor de Jesús, amor que nos profesó hasta el extremo. Entregarse como alimento para otro es la expresión del amor más grande. Jesús se nos entrega como alimento que podemos masticar, como un beso de amor que Él nos da. Cuando nos da a beber su sangre en forma de vino, presentimos que su amor es aún más dulce que el vino. Absorbemos su amor divino al beberlo para recobrar nuestra capacidad de amarnos unos a otros. En la celebración eucarística, Dios nos demuestra su amor hasta el extremo; se inclina hacia nosotros, hacia nuestras heridas y humillaciones, se arrodilla para tocarnos los pies que se han ensuciado en las polvorientas calles de nuestra vida diaria, que están embarradas por nuestras culpas, a las que nos hemos hecho acreedores por descuido o por maldad. Podemos presentar a Jesús todo lo que escondemos a la gente. Él nos toca amorosamente y lavándonos nos deja limpios y puros.


En la Eucaristía Jesús nos ha dejado el legado de su amor. En este amor se vuelve visible y tangible todo lo que hizo durante su vida; en ella pronunció palabras de amor a los hombres, palabras que les revelan el amor del Padre, palabras que provenían de su amante corazón. Hizo poner en pie a personas que no se podían aceptar, y les dio valor para que respondieran por sí mismas, mostrándoles su intocable dignidad. Curó sus heridas; trajo a la vida y a Dios a los publicanos y a los pecadores que habían sido expulsados y les mostró un nuevo camino; recogió, por medio de parábolas, a los hombres que estaban estancados en su experiencia de vida y les habló de Dios de tal forma que se abrieron sus ojos. Juan nos transcribe el discurso de despedida de Jesús en la última cena, en el que dice, antes de su muerte, lo que tiene en su corazón. Son palabras de amor que disuelven los límites entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre, entre la vida y la muerte. Cristo nos dice estas palabras de amor en cada celebración eucarística; nos las dirige desde el cielo aunque como quien se encuentra en medio de nosotros. En la celebración eucarística se hace realidad lo que Jesús dice en su discurso de despedida:

«Cuando me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os llevaré conmigo para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3).

En la celebración eucarística y en cada adoración eucarística estamos donde Cristo está. Es el círculo familiar de los discípulos. Jesús nos abre su corazón con su palabra y con su alimento; se entrega: «Tomad y comed. Soy yo en persona». Me doy por vosotros para que podáis vivir, para que podáis creer en mi amor y en el amor del Padre y para que os améis de la misma manera los unos a los otros. «Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15).

Jesús dejó profundamente grabada la huella de su amor en la última cena, con el lavatorio de los pies y su muerte en cruz. En cada Eucaristía se nos hace de nuevo visible esta huella de amor. También celebramos la Eucaristía para dar al mundo muestras de nuestro amor. Dice Juan:

«Jesús, sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñó» (Jn 13,4).

De nuevo da una señal de su amor. Como Jesús sabemos que también nosotros venimos de Dios y regresaremos a El. La cuestión es saber qué señas de amor damos. La Eucaristía no es solamente la cena de despedida de Jesús sino también la nuestra. Celebramos la muerte y resurrección de Jesús y al hacerlo anticipamos también las nuestras. Reconocemos que nosotros también somos huéspedes en esta tierra. De esta forma la celebración eucarística, en la que nos despedimos, es una invitación dirigida a vivir conscientemente y a legar a los hombres señales perdurables de nuestro amor.

Hasta ahora nos habló Él, nos abrió Su Sagrado Corazón para que veamos cuanto nos ama. Pero que tal si nosotros esta misma noche empezamos a que :

Procuraremos sentir lo que significa que Jesús nos ama hasta la consumación, que se entrega por nosotros, que se ofrece para que lo comamos y bebamos.

Pensaremos cómo vamos a atestiguar ante las personas con las que nos encontramos en la vida diaria este amor que recibimos.

Pensaremos la forma de mostrarles que las amamos hasta el extremo, hasta el final, que las amamos sin reservas, que el amor es nuestro verdadero mensaje, la última palabra que queremos legar a los demás.

Luego pensaremos en las personas que queremos, imaginándonos cómo el amor de nuestro corazón también quiere fluir hacia ellos, que así no vamos a empobrecernos sino que sentiremos nuevos ánimos, una profunda paz interior y la certeza de que el amor divino que guardamos en el corazón, alcanza a todas las personas con las que nos vayamos a encontrar a partir de hoy.

Y que cada uno le diga una vez más con todo su corazón:

Señor Jesús, te agradezco el legado de tu amor, que nos has regalado en la Eucaristía. Te doy gracias cada vez que me tocas con tus manos sanadoras y amorosas en cada Eucaristía y cada vez que me atraviesas completamente con tu amor, que me hace uno contigo, Tú que te has entregado por mí. Concédeme un corazón dispuesto a recibirte en mí para que pue-das curar mis heridas y humillaciones. Te doy gracias porque tu palabra de amor se hace carne en mí y me hace permeable a tu amor. Amén.

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