8 de junio de 2012

Corpus Christi: meditación sobre el Adorote Devote III


Credo quidquid dixit Dei Filius; nil hoc verbo veritatis verius

Palabras de vida

Nuestra fe se funda en las palabras mismas del Señor, que la Iglesia ha entendido siempre como son, es decir, en sentido plenamente real. Después de haber multiplicado los panes y los peces, el Señor declaró: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51). No hablaba en términos figurados; si hubiera sido así, al comprobar que muchos —incluidos algunos discípulos— se escandalizaban ante esos vocablos, los habría explicado de otro modo. Pero no lo hizo; al contrario, reafirmó con fuerza: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6, 54-55). Para que no pensaran que iba a ofrecérseles como alimento de forma material y sensible, añadió: «El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve de nada; las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Jn 6, 63).

Son palabras del Verbum spirans amorem: palabras de amor, que llevan al amor, porque revelan el Amor de Dios a la humanidad, que anuncian la Buena Nueva: «La Trinidad se ha enamorado del hombre» . ¿Cómo no van a importarle nuestras cosas? ¿Cómo no intervendrá en nuestro favor cuando sea necesario? «Dice Sión: "Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado". ¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella pudiera olvidarle, yo no te olvidaré» (Is 49, 14-15). Este interés, este cuidado de Dios por cada uno de nosotros, con la encarnación del Verbo nos llega a través de su Corazón humano. «Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. "Vio Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas cosas" (Mc 6, 34)» .

Una actitud de confianza

En el plano natural, es lógico subrayar la importancia de la experiencia sensible, como fundamento de la ciencia y del saber. Pero si los ojos se quedan «pegados a las cosas terrenas», no es difícil o extraño que suceda lo que describía nuestro Padre: «Los ojos se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el "seréis como dioses" (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios» . En una época que «fomenta un clima mundial para centrar todo en el hombre; un ambiente de materialismo, desconocedor de la vocación trascendente del hombre» , hemos de cultivar en nosotros y difundir a nuestro alrededor la actitud de apertura a los demás, de confianza razonable en la palabra de los otros.

Antes os señalaba que, para comprender el «derroche divino» de la Eucaristía, es preciso "saber querer"; considerad también que es igualmente necesario "saber oír" y confiar, ante todo, en Dios y en su Iglesia. La fe —sometimiento y, a la vez, elevación de la inteligencia— en Jesús sacramentado nos librará de esa espiral nefasta que aleja de Dios y también de los demás; nos defenderá de ese «engreimiento general» que encubre «el peor de los males» . Ese postrar la inteligencia ante la Palabra increada, oculta en las especies de pan, nos ayuda también a no fiarnos sólo de nuestros sentidos y de nuestro juicio, y a reforzar en nosotros la autoridad de Dios que no se equivoca ni puede equivocarse.

En el Sagrario se esconde la fortaleza, el refugio más seguro contra las dudas, contra los temores y las inquietudes . Éste es el Sacramento de la Nueva Alianza, de la Alianza eterna, novedad última y definitiva porque ya no cabe otra posibilidad de darse más. Sin Cristo, el hombre y el mundo se quedarían a oscuras. También la vida del cristiano se torna más y más sombría si se separa de Él. Este Sacramento, con su definitiva novedad, ahuyenta para siempre lo viejo, la incredulidad, el pecado. «Lo caduco, lo dañoso y lo que no sirve —el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía— todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor» .


 
In Cruce latebat sola deitas, at hic latet simul et humanitas

Con Cristo en el Calvario

La celebración de la Eucaristía nos sitúa en el Calvario, pues «en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz (Hb 9, 27) (...). Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» . «Y al Calvario tenemos acceso «no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado» .

En el Gólgota, en otra cruz, cerca de Jesús está Dimas, el buen ladrón. Coincidimos con él en ese hallarnos realmente ante la misma Persona, en asistir al mismo dramático acontecimiento. También coincidimos —o queremos coincidir— en la fe profunda en esa Persona: él creyó que Jesús traía consigo el Reino de Dios y, arrepentido, deseaba estar con Cristo en ese Reino. Nosotros creemos igualmente que es Dios, el Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvarnos; pero nos distinguimos de aquel pecador contrito en que él veía la humanidad de Cristo, pero no la divinidad; nosotros, en Jesús sacramentado, no vemos ni la divinidad ni la humanidad.

El ladrón arrepentido

A diferencia del otro malhechor, Dimas reconocía sus culpas, aceptaba el castigo merecido por sus ofensas y confesaba la santidad de Jesús: «Éste ningún mal ha hecho» (Lc 23, 41). También nosotros rogamos al Señor que nos acoja en su Reino. Para recibirle más purificados en nuestro pecho, confesamos nuestras culpas y le pedimos perdón; cuando sea necesario también, como la Iglesia nos enseña, acudiendo antes con dolor constructivo al sacramento de la Reconciliación:

«Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; (...) con tanta más diligencia (el cristiano) debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad, señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: "El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor" (1 Cor 11, 29). Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: "Mas pruébese a sí mismo el hombre" (1 Cor 11, 28).

»La costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental» .

La humildad de Cristo crucificado movió a Dimas a no engreírse y a aceptar con mansedumbre el sufrimiento, rechazando la tentación de rebelarse. «Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz» . Imitemos al latro pœnitens en la disposición humilde, con mayor motivo, porque el ejemplo de anonadamiento en la Eucaristía, que contemplamos con la fe, es aún mayor que aquél que él vio con sus ojos en el Calvario. Cuando el "yo" se alce soberbio, reclamando derechos de comodidad, sensualidad, reconocimientos o agradecimientos, el remedio es mirar al Crucificado, ir al Sagrario, participar sacramentalmente en su sacrificio. A esa conclusión llegaba nuestro Padre, que cerraba así ese punto de Camino: «Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!» .

Cátedra de todas las virtudes

Escribe Santo Tomás de Aquino que Cristo en la Cruz da ejemplo de toda virtud: «Passio Christi sufficit ad informandum totaliter vitam nostram» , basta volver los ojos al Crucificado, para aprender cuanto necesitamos en esta vida. E insiste: «Nullum enim exemplum virtutis abest a Cruce» , no faltan ejemplos de ninguna virtud, abundan claramente para todas: fortaleza, paciencia, humildad, desprendimiento, caridad, obediencia, desprecio de los honores, pobreza, abandono...

De la Eucaristía podemos afirmar otro tanto: es cátedra excelsa de amor y de humildad; en este divino Don, podemos fortalecernos también en las demás virtudes cristianas. «En la Sagrada Eucaristía y en la oración está la cátedra en la que aprendemos a vivir, sirviendo con servicio alegre a todas las almas: a gobernar, también sirviendo; a obedecer en libertad, queriendo obedecer; a buscar la unidad en el respeto de la variedad, de la diversidad, en la identificación más íntima» .

Se demuestra especialmente como cátedra para las virtudes que deben cultivarse a diario en el trabajo y en la familia, en las situaciones comunes de las personas corrientes: saber esperar, saber acoger a todos, estar disponible siempre... El silencio de Jesús sacramentado resulta sobre todo elocuente para quienes, como nosotros, hemos de santificarnos nel bel mezzo della strada, atareados en mil ocupaciones en apariencia de escasa importancia. Desde el silencio de esa sede, Él nos puntualiza que la vida ordinaria nos ofrece —con la humildad en que transcurre— una posibilidad constante de santificación y de apostolado; que encierra todo el tesoro y la fuerza de Dios, que interviene y dialoga en cada instante con nosotros, y se interesa hasta de la caída de un cabello de la criatura (cfr. Mt 10, 29).

Contemplando a Jesús sacramentado, nos adentramos en la necesidad de movernos con rectitud de intención, con no tener otra voluntad que la de cumplir el querer divino: servir a las almas para que lleguen al Cielo. Se descubre la trascendencia de darnos a los demás, gastando la propia existencia en acompañar a nuestros hermanos los hombres, sin ruido, con paciencia, discretamente; con la amistad y el afecto manifestados en obras quizá pequeñas pero concretas y útiles; con la disponibilidad de tiempo y con la amplitud de corazón que sabe pronunciar para todos, para cada uno, la oportuna palabra, el consejo y el consuelo necesarios, el comentario doctrinal y la corrección fraterna.

«Él se abaja a todo, admite todo, se expone a todo —a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos—, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su pecho llagado» .

Entregarse al servicio de los demás

Ante la presencia real de Jesús en el Sagrario, se comprende la eficacia inefable de «ocultarse y desaparecer», que no entraña caer en el dolce far niente, aislarse de los demás, dejar de influir en el ambiente y en el desarrollo de los acontecimientos en el propio ámbito familiar, profesional o social. Se traduce, por el contrario, en dar toda la gloria a Dios y respetar la libertad de los demás; y también en empujarles hacia el Señor no con ruido humano, sino con la "coacción" de la propia entrega y de la virtud alegre y generosa.

Mirando al Señor sacramentado, nos persuadimos de la conveniencia de "hacernos pan"; de que los demás puedan alimentarse de lo nuestro —de nuestra oración, de nuestro servicio, de nuestra alegría— para ir adelante en el camino de la santidad. Nos convencemos de la necesidad del «sacrificio escondido y silencioso» , sin espectáculo ni gestos grandilocuentes. «Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.

»—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres..., y cómo lo recibes tú.»

»—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino» .

En la Eucaristía, Jesús muestra con elocuencia divina que, para ser como Él, hay que entregarse completamente y sin regateos a los demás, hasta hacer de nuestro caminar un servicio constante. «Llegarás a ser santo si tienes caridad, si sabes hacer las cosas que agraden a los demás y que no sean ofensa a Dios, aunque a ti te cuesten» .

S.E. Mons. Javier Echevarría


Prelado del Opus Dei

Roma, 6 de octubre de 2004

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