24 de mayo de 2012

La Eucaristía y la Paz

El evangelio nos muestra a Jesús que después de haber resucitado se presenta ante los apóstoles que están en la casa con las puertas cerradas por temor, y le dice a Tomás que toque sus llagas, el evangelio nos muestra a Jesús glorioso y llagado; esa mezcla tan misteriosa, que se ve tan clarito en este evangelio. Un Señor glorioso que quiso llevarse al cielo las llagas como memoria, recuerdo de la pasión.

En la Eucaristía está el resucitado que nos da la Paz.

Es un Cristo resucitado, pero es un Cristo llagado que se empecina en buscar a sus discípulos. Es un peregrino herido que mientras va caminando y buscando los corazones de los suyos, va dando a través de sus heridas y especialmente la herida de su corazón, toda la gracia, todo el consuelo, toda la fuerza que necesitan nuestras llagas y nuestras heridas.

Cuando uno ve este empecinamiento de Dios, por andar buscando los corazones de sus hijos, hay que tener un corazón demasiado duro para no darnos cuenta que es el tiempo de entregarle el corazón por medio de la adoración al Santísimo Sacramento.

Vemos a Jesús que se presenta a sus discípulos encerrados por temor, y les dice: “la paz esté con vosotros”. Les regala su Paz, porque la paz es el signo de un corazón que cree en la resurrección: la paz es el signo de un corazón que está bien con Dios. La paz puede convivir muchas veces con la lucha: tu paz puede convivir muchas veces con las dificultades de la vida. Hay gente que sufre mucho: hay gente que lleva cruces muy pesadas. Pero que en el fondo del corazón lo llevan con mucha paz. Es decir con una especie de serenidad, que solamente da Dios a aquellos que hacen su voluntad. Por eso el dolor puede convivir misteriosamente con la paz en el cristiano.

La paz es el signo de las almas que se dejan iluminar por Dios. El corazón de un hombre que cree en la resurrección de Cristo, Cristo lo pacifica, lo alegra, lo conforta con la fe, con la esperanza, con la caridad, le hace sentir suave las dificultades.

La alegría es la gracia de un cristiano que cree y es el testimonio más importante que da un cristiano. El mundo de hoy está tentado de tristeza y justamente el testimonio más firme que puede dar un cristiano, es el testimonio de la alegría y de la paz. Corazones pacíficos y alegres.

La tristeza se nos ha metido en el mundo y en nuestra vida cristiana muy sutilmente. Estamos borrando con el codo lo que hemos escrito con la mano, con nuestras tristezas. El testimonio más fuerte que tenemos que dar es el de la alegría en nuestro ambiente o en el mundo que nos toca vivir.

Que el Señor nos de fuerza de preguntarnos con sinceridad, si nosotros damos testimonio de alegría; si nosotros pacificamos.. Si a nosotros se nos acercan los heridos, para que suavicemos sus heridas. Que nos conceda el Señor la gracia del gozo de la resurrección. Estamos llamados a vivir como resucitados aunque estemos llagados, aunque estemos heridos.

Y el evangelio nos muestra de modo muy explícito cómo la experiencia de la resurrección transformó la vida de aquellos discípulos que estaban llagados, heridos por lo que le había pasado a Jesús.. Dice el texto que estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Pero cuando Jesús resucitado se aparece en medio de ellos, les da la paz, les devuelve la alegría, les envía a la misión, y les da la fuerza de su Espíritu. Estos discípulos están transformados, renovados, y son los que comenzarán a dar testimonio de que Jesús está vivo. Este es el Jesús del sagrario.

Pero primero los discípulos pasaron por la experiencia de estar asustados. Están encerrados… Tomás, uno de los doce, se ha ido. No aguanta sufrir junto a sus amigos. En cambio ellos, aún en medio de la prueba, porque están tentados, aún en medio del fuerte golpe que fue vivir la pasión y la muerte en cruz de Jesús, están juntos, lo que es una gracia. Están rezando juntos. Esta imagen se repite dos veces: “Estando a puertas cerradas…”: Cerrada la casa pero seguramente también cerrado el corazón al gozo. O nos vamos o nos encerramos. Son las dos posibilidades: o abrimos la puerta para irnos o cerramos mal las puertas, para defendernos a nosotros mismos y en el fondo terminamos haciéndonos daño. Dos formas de moverse frente a una cruz…

Y el Señor, atraviesa puertas… Gracias a Dios, Jesús vulnera las puertas de nuestro propio corazón. Entonces se presenta, no con un reproche sino con esa palabra bellísima: “La paz esté con ustedes…” Podría haber sido el tiempo del reproche y haberles dicho: “Ahora están juntitos, pero no estuvieron conmigo en el momento de la cruz…”, o podría haber sido el tiempo del reproche por las puertas cerradas, por haberse olvidado y desconfiado de su promesa de que iba a resucitar… Sin embargo, el Señor dice: “La paz esté con ustedes”, y sopla sobre ellos, como signo bellísimo de darles el Espíritu Santo.

Aquí el protagonista es Cristo Resucitado que señorea. El tiene que ser el centro. Cuando el Señor deja de ser el centro, entonces viene todo un enquistarse, un encerrase del corazón que nos va entristeciendo y nos mata espiritualmente.

Tomás lo reconoció como su Señor. Hoy nos podríamos preguntar: ¿Para mí Jesús Eucaristía es el Señor? El título Señor no indicaba en esa época, nada de lo que indica actualmente para nosotros, el único significado moderno que conserva cierta aplicación es el que indica grandeza ( como cuando decimos se portó como un Señor). Jesús no es uno de los tantos señores de este mundo, sino el único Señor. Los discípulos entendieron que es el tiempo de los hechos, hay que salir. Hay que empezar a dar testimonio. Ya no basta que la gente sepa de palabras lo que creemos. La gente necesita empezar a ver gestos elocuentes de lo que creemos. Los apóstoles dice el libro de los hechos hacían muchos signos y prodigios. Las palabras quedarán allí. Y si los hechos no coinciden con lo que decimos, entonces en vez de dar testimonio, comenzamos el drama del escándalo.

Hoy también Dios, desde el sagrario, está suscitando hambre y sed de este anuncio que constituye la alternativa más radical a los falsos ídolos del mundo. Y a eso estamos llamados nosotros. Pero nadie puede decir Jesús es el Señor sino lo dice en el Espíritu Santo. Si lo anunciamos por hábito, es como un decir humano que no contagia a nadie. El contagio se produce en presencia de alguien que tiene la enfermedad, no de alguien que habla de la enfermedad.

Como al comienzo de la Iglesia, también hoy nosotros debemos contagiar la alegría y la paz del resucitado a los demás, anunciar con simpleza pero con fuerza, que Jesús es el Señor . Y para esto es necesario que nos lo proclamemos sobretodo a nosotros mismos, dentro de nosotros antes que afuera: este es el único camino para poder proclamarlo a los demás. No sólo en el mundo sino también en nuestro corazón, a menudo hay cantidad de ídolos y cantidad de señores que se disputan el puesto y nos tironean cada uno por su lado. Proclamar con Fe a Jesús como mi Señor, es como permitir que Jesús repita dentro de nosotros el prodigio de su descenso a los infiernos: allí se abren las puertas, él entra, hace luz, y ante él huyen las tinieblas de nuestro corazón.

Que la Virgen Santísima nos haga hombres con verdadera alegría, la alegría que solo nos pueden dar las llagas gloriosas del Señor resucitado. No la alegría barata que dura apenas unas horas.. Esa alegría no consuela a nadie; sino la alegría tranquila, pacífica, que da consuelo a los que tiene al lado, que anda evitando las cosas que muchas veces desgastan el corazón. Que así sea.

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