26 de marzo de 2012

El cuidado de lo sagrado en la Liturgia


La tradición sapiencial bíblica aclama a Dios como “el mismo autor de la belleza” (Sab. 13,3), glorificándolo por la grandeza y la belleza de las obras de la creación. El pensamiento cristiano, inspirándose sobre todo en la Sagrada Escritura, pero también en la filosofía clásica como auxiliar, ha desarrollado la concepción de la belleza como categoría teológica.

Esta enseñanza resuena en la homilía del Santo Padre Benedicto XVI durante la Santa Misa con dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia en Barcelona (7 de noviembre de 2010): “La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo”. La belleza divina se manifiesta de modo totalmente particular en la sagrada liturgia, también a través de las cosas materiales de las que el hombre, hecho de alma y cuerpo, tiene necesidad para alcanzar las realidades espirituales: el edificio del culto, los utensilios, las vestiduras, las imágenes, la música, la dignidad de las ceremonias mismas.

Debe releerse al respecto el quinto capítulo sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” en la última encíclica del Papa Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (17 de abril de 2003), donde él afirma que Cristo mismo ha querido un ambiente digno y decoroso para la última cena, pidiendo a los discípulos que la prepararan en la casa de un amigo que tenía una “sala grande y adornada” (Lc 22,12; cf. Mc 14,15). La encíclica recuerda también la unctio de Betania, un evento significativo que preludia la institución de la Eucaristía (cf. Mt 26; Mc 14; Jn 12). Frente a la protesta de Judas de que la unción con el perfume precioso constituye un “derroche” inaceptable, dadas las necesidades de los pobres, Jesús, sin disminuir la obligación de la caridad concreta hacia los necesitados, declara su gran aprecio por el acto de la mujer porque su unción anticipa “el honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Juan Pablo II concluye que la Iglesia, como la mujer de Betania, “no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía” (n. 48). La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades para glorificar a Dios Creador y Redentor.

En el fondo, el cuidado atento de los templos y la liturgia debe ser una expresión del amor por el Señor, presente en la Sagrada Eucaristía. Incluso en un lugar donde la Iglesia no tiene grandes recursos materiales, no se puede descuidar esta tarea. Ya un Papa importante del siglo XVIII, Benedicto XIV (1740-1758), en su encíclica Annus qui (19 de febrero de 1749), dedicada sobre todo a la música sacra, ha exhortado a su clero para que las iglesias fueran bien mantenidas y dotadas de todos los objetos sagrados necesarios para la digna celebración de la liturgia: “Queremos hacer hincapié en que no hablamos de la suntuosidad y de la magnificencia de los sagrados Templos, ni de la preciosidad de los objetos sagrados, sabiendo también Nos que no se pueden tener en todas partes. Hemos hablado de la decencia y de la limpieza que a nadie es lícito descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza”.

La Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se ha pronunciado de modo similar: “Los ordinarios, al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada” (Sacrosanctum Concilium, n. 124). Este pasaje se refiere al concepto de la “noble sencillez”, introducido por la misma Constitución en el n. 34. Este concepto parece tener origen en el arqueólogo e historiador del arte alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), según el cual la escultura clásica griega estaba caracterizada por la “noble sencillez y la silenciosa grandeza”. Al comienzo del siglo XX, el conocido liturgista Edmun Bishop (1846-1917) describía el “genio del Rito Romano” como marcado por la sencillez, sobriedad y dignidad (Cf. E. Bishop, Liturgica Historica, Clarendon Press, Oxford 1918, pp. 1-19). Esta descripción no deja de tener mérito pero hay que prestar atención a su interpretación: el Rito Romano es “sencillo” en comparación con otros ritos históricos, como los orientales, que se distinguen por la gran complejidad y suntuosidad. Sin embargo, la “noble sencillez” del Rito Romano no se debe confundir con una mal entendida “pobreza litúrgica” y un intelectualismo que pueden conducir a la ruina de la solemnidad, fundamento del Culto Divino (Cf. la contribución esencial de Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae III, q. 64, a. 2; q. 66, a 10; q. 83, a. 4).

De tales consideraciones resulta evidente que los ornamentos sagrados deben contribuir “al decoro de la acción sagrada” (Instrucción General del Misal Romano, n. 335), sobre todo “en la forma y en el material utilizado” pero también, aunque de forma medida, en los ornamentos (n. 344). El uso de las vestiduras litúrgicas expresa la hermenéutica de la continuidad, sin excluir un particular estilo histórico. Benedicto XVI ofrece un modelo en sus celebraciones, cuando usa tanto las casullas de estilo moderno como, en algunas ocasiones solemnes, las casullas romanas “clásicas”, utilizadas también por sus predecesores. Así se sigue el ejemplo del escriba, convertido en discípulo del Reino de los Cielos, al que Jesús compara con un dueño de casa que saca de su tesoro nova et vetera (lo nuevo y lo antiguo) (Mt 13,52).

(de una entrevista al Padre Uwe Michael Lang, oficial de la Congregación para el Culto Divino y consultor de la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice)

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