“Yo soy la Vida”
“¡No tengan miedo de mirarlo a Él! ¿Qué ven? Miren al Señor: ¿qué ven? ¿Es solo un hombre sabio? ¡No! Es más que eso. ¿Es un profeta? ¡Sí! Pero más aún. ¿Es un reformador social? Mucho más que un reformador, mucho más. Miren al Señor con ojos atentos y descubrirán en Él el Rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia. La de cada uno. Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Ustedes tienen sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Búsquenla y hállenla quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma. Este es, amigos míos, el mensaje de vida que el Papa quiere transmitir: ¡Busquen a Cristo! ¡Miren a Cristo! ¡Vivan en Cristo!” (Beato Juan Pablo II)
La contemplación Eucarística no es otra cosa que la capacidad, o mejor aún, el don de saber establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús presente realmente en la hostia, y a través de Él, elevarse hasta el Padre en el Espíritu Santo. Son dos miradas que se cruzan, que se encuentran: nuestra mirada sobre Dios y la mirada de Dios sobre nosotros. Si a veces se baja nuestra mirada o desaparece, nunca ocurre lo mismo con la mirada de Dios. Adorar no es simplemente hacerle compañía a Jesús, estar bajo su mirada: ¡Él nos mira! ¡Él me mira!
Recordemos que es la Virgen quien nos trae la Presencia de Jesús para cada uno de nosotros. María nos trae a Jesús: para que Él esté en medio nuestro, para que podamos mirarlo, para que sea nuestro Rey, el Señor de nuestra vida, para que el mismo Hijo de Dios sea nuestra vida. Y así como el ángel le hizo a María el mejor de los saludos, “El Señor está contigo”, así ahora Dios estará con nosotros. ¡El Señor estará con nosotros! Demos ahora ese salto de fe y creámosle a Dios, creamos en las palabras que Él dijo por medio de un sacerdote al consagrar el Santísimo Sacramento que ahora vamos a adorar: “Esto es mi Cuerpo. Estas es mi Sangre”. Los invito, entonces, a permanecer ahora en la adoración a Cristo, realmente presente en la Eucaristía. A dialogar con Él, a poner ante Él nuestras preguntas y a escucharlo. Confiados hasta la audacia en la Misericordia y Providencia de Dios, digámosle juntos a Jesús:
“Creo, Señor, pero aumenta mi fe”
“Creo, Señor, pero aumenta mi fe”
“Creo, Señor, pero aumenta mi fe”
Recibimos a Jesús Eucaristía cantando...
Alabanza
Se podría decir que nuestra vida espiritual vale lo que vale nuestra piedad eucarística, nuestra vida eucarística. O sea, la Eucaristía es, sin ninguna duda, el centro, la raíz (lo dice el Concilio Vaticano II), el culmen de la vida cristiana. En la Eucaristía recibimos todos los dones, es pura gratuidad, se nos da, no se nos quita nada, se nos regala. A veces creemos que por ir a Misa tenemos que dar, perder, media hora, una hora. Y no, no es perder algo, es que Todo se te da. Jesús no pide nada. Nos da. La Eucaristía es pura gratuidad.
En la Eucaristía, Jesús sigue dándonos su misma Vida; con casi nada, pan y vino, nos lo da Todo, porque se da a Él mismo. Aquella noche de la última cena es la noche en la que queda sellado para siempre el amor de Dios entre nosotros, para siempre. El Amor al hombre empujó a Dios a encarnarse, es decir, a nacer entre nosotros en el vientre de María. Jesús se olvidó de su condición divina y se hizo hombre. El Amor es así: no tiene en cuenta más que el ser amado. Incluye un olvido de sí mismo que va mucho más allá de lo pensable. Y esta inmolación por amor que empezó en la Encarnación, culmina en la Cruz y, por la Resurrección, trasciende lo temporal llegando a todos los hombres gracias a la Eucaristía. Es que la Eucaristía sintetiza la totalidad del don de Dios, es Jesús que se nos entrega, que nos da su Vida, es Él mismo, es Jesús personalmente. La Eucaristía es Jesús. Es la Presencia de Jesús para nosotros, para mí, ya que el amor exige la presencia del ser amado; por eso Jesús se queda en la Eucaristía, para amarnos y para amarlo. Jesús se queda en la Eucaristía porque quiere salvarnos también a nosotros. Es la presencia de Dios que nos acompaña, que nos sana, que nos salva y nosotros también necesitamos esa presencia en el caminar de nuestra vida.
Nosotros ya conocemos a Jesús, por eso estamos acá, porque Él nos acompaña a lo largo de nuestra vida y lo seguirá haciendo. Porque Él es Jesús, nuestro Buen Pastor, Él es nuestra Salvador, Él es el Camino y la Verdad y Él es nuestra VIDA. Los invito a que lo alabemos en la Eucaristía con ese nombre que más nos lleva a alabarlo:
(Vamos proclamando en vos alta y espontáneamente los nombres de Jesús con que lo queremos adorar)
Cantamos con fe...
Perdón
Al acercarnos al Santísimo Sacramento expuesto podemos pensar que debemos hacer un gran esfuerzo por encontrarnos con el Señor, que debemos disponer todas nuestras capacidades para hacer de ese rato de oración algo magnífico. Y, sin embargo, cuando nos acercamos a la Eucaristía, no nos damos cuenta de que ya hay Alguien orando. Porque la Eucaristía en sí es oración. Ante la Eucaristía nos vemos casi obligados a hacer silencio. Nosotros no tenemos más que unirnos a esa oración, sin ningún esfuerzo. La Eucaristía es Jesús y Jesús es nuestro sumo y eterno Sacerdote, Aquel que vive para interceder por nosotros ante el Padre. En la Eucaristía ya hay alguien rezando: Jesús. ¡Qué lindo es descansar en la oración de Jesús, sobre todo en aquellos días en los que estamos más cansados o distraídos y en los que creemos que no estamos rezando! Y otra vez en nuestra debilidad triunfa su grandeza, porque ¿qué más lindo y agradable para el Padre que la oración de Jesús?
Es difícil no temerle a la propia debilidad, pero el misterio de la Eucaristía nos invita a eso. Dios se hace frágil para que ya no temamos la pobreza de sabernos necesitados del cuidado del Padre. No tengamos miedo de mirar nuestra debilidad ahora, porque estamos delante de Jesús. Aunque el Señor lo sabe todo, quiere que, con la misma confianza de Marta, que cuenta la gravedad del estado de su hermano: “Señor, el que tú amas, está enfermo”, le digamos cuáles son nuestros pecados, todo lo que nos hace no estar firme en Él. Y el Señor espera que tengamos la misma fe de esta mujer: “Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios”. Por eso ahora los invito a mirarnos con los ojos de Jesús y reconocer nuestro propio pecado, las ofensas concretas a Dios y también la necesidad que tenemos de Él. Creamos que Él es la resurrección para nuestras zonas de muerte y de pecado. Creámosle que Él es la Vida.
(Tiempo personal en silencio)
Una Palabra
En el Evangelio según san Juan se narra la resurrección de Lázaro, donde Jesús se manifiesta como la verdadera Vida. Todos los gestos y palabras del Señor expresan ese Amor que Él siente por los hombres. Él es el Señor de la Vida que sale a nuestro encuentro en el momento oportuno. Por eso, meditando este pasaje del Evangelio, roguemos al Señor que nos salga al encuentro con una Palabra, pidámosle a Jesús una palabra para nuestra vida hoy:
“Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo». Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba.
Cuando Jesús llegó, se encontró con que Lázaro estaba sepultado desde hacía cuatro días. Betania distaba de Jerusalén sólo unos tres kilómetros. Muchos judíos habían ido a consolar a Marta y a María, por la muerte de su hermano. Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo». Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás». Y Jesús lloró.
Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!». Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?». Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y le dijo: «Quiten la piedra». Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto». Jesús le dijo: « ¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?». Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!». El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar». Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.”
Intercesión
Quizás muchos de nosotros hayamos tenido que renunciar a ciertas cosas para estar hoy acá y optar por Jesús. Pero qué lindo es descubrir que, en realidad, es Jesús quien planeó este encuentro entre Él y cada uno de nosotros; descubrir que es Él quien nos eligió y amó primero. Pero, como todo don de Dios, no es solamente para nosotros mismos; porque, como la Virgen, cuando recibió en su seno a Jesús, la verdadera Vida, nos vemos necesitados de darlo a los demás para que Dios sea Todo en todos, para que sean muchos los que en Él tengan Vida.
Nos dice nuestro querido Benedicto: “El mundo necesita el testimonio de vuestra fe, necesita ciertamente a Dios”. Y hoy, concretamente, ¿cómo podemos entregar a Dios al mundo; hoy, desde este retiro? Cada domingo, cuando profesamos nuestra fe, decimos que creemos en la comunión de los santos. Esto se refiere no solamente a la unión que tenemos con nuestros hermanos mayores (los santos canonizados, que ya están en el Cielo, contemplando al mismo Jesús presente en la Eucaristía que nosotros estamos adorando), sino que también se refiere a la unión con nuestros hermanos con los que aún peregrinamos en esta tierra. Por eso, adentrémonos en la comunión de los santos, un verdadero misterio, pero también una realidad en la que creemos, y pongamos a los pies de Jesús todas nuestras intenciones y acciones de gracias, presentándole nuestra vida y la de tantos que Él puso en nuestro camino, respondiendo a cada intención: “Escucha, Señor, nuestra oración”
Tantum Ergo
Tantum ergo Sacramentum
Veneremur cernui:
Et antiquum documentum
Novo cedat ritui:
Praestet fides supplementum
Sensuum defectui.
Genitori, Genitoque
Laus et jubilatio,
Salus, honor, virtus quoque
Sit et benedictio:
Procedenti ab utroque
Compar sit laudatio.
Amen.
Tan sublime Sacramento
adoremos en verdad,
que los ritos ya pasados
den al nuevo su lugar.
Que la fe preste a los ojos
la visión con que mirar.
Bendición y gloria eterna
a Dios Padre creador,
a su Hijo Jesucristo,
y al Espíritu de Amor,
demos siempre igual
gloria, alabanza y honor.
Amén.
Cantamos a la Virgen…
Adoremos al Señor nuestro Dios!!!
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