10 de octubre de 2011

Del Cardenal Piacenza a los seminaristas

El futuro de la Iglesia, que es cierto, porque está en las manos de su Cabeza y Señor, que es Cristo, pulsa en vuestras existencias. Los seminaristas de hoy, Sacerdotes de mañana, son la esperanza viva del camino que la Iglesia siempre realiza en el mundo. Gracias de corazón, en nombre de la Iglesia, por el vuestro sí ¡tan generoso! Sabed desde ahora, que el Prefecto de la Congregación para el Clero reza por vosotros, para que el vuestro sí al Señor sea total e incondicionado.

Esto es el secreto de la felicidad, el secreto de la plena realización de la vida Sacerdotal: donar todo, sin conservar nada para uno mismo, ¡siguiendo el ejemplo de Jesús!

No pretendo en este encuentro proponeros una conferencia, sino, sencillamente, un coloquio informal, concediendo espacio a vuestras eventuales preguntas espontáneas. A vuestras preguntas antepongo algunas breves reflexiones sobre lo que juzgo fundamental hoy, y siempre, en la formación sacerdotal.

1. El primado de Dios

Es algo adquirido por la experiencia eclesial, que las vocaciones nacen, florecen, se desarrollan y llegan a madurez sólo donde se reconoce claramente el primado de Dios. Cualquier otra motivación, que también puede acompañar el inicio de la percepción de una llamada al sacerdocio, confluye en el movimiento de total donación al Señor y en el reconocimiento de su primado en nuestra vida, en la vida de la Iglesia y en la del mundo.

Primado de Dios significa primado de la oración, de la intimidad divina; primado de la vida espiritual y sacramental. La Iglesia no tiene necesidad de gestores, ¡sino de hombres de Dios! No tiene necesidad de sociólogos, psicólogos, antropólogos, politólogos - y todas las demás actuaciones que conocemos y podemos imaginar.

La Iglesia tiene necesidad de hombres creyentes y , por tanto, creíbles, de hombres que, acogida la llamada del Señor, ¡sean sus motivados testigos en el mundo!

Primado de Dios significa primado de la vida sacramental, vivida hoy y ofrecida, a su tiempo, ¡a todos nuestros hermanos! Muchas cosas pueden encontrar los hombres en los otros; en el Sacerdote, sin embargo, buscan lo que sólo él puede dar: la divina Misericordia, el Pan de vida eterna, un nuevo horizonte de significado ¡que haga más humana la vida presente y posible la eterna!


Vivid, queridísimos Seminaristas, este tiempo del seminario – que es transeúnte – como la gran ocasión que se os da para realizar una extraordinaria experiencia de intimidad con Dios.

La relación que habréis tejido con Él en estos años, ciertamente se profundizará y cambiará durante la vida, pero los fundamentos, el meollo de aquella relación, ¡se constituyen ahora! El tiempo del Seminario es, en dicho sentido, ¡irrepetible! No obstante cualquier buena experiencia que pueda acaecer en nuestra vida, antes y después de este tiempo, la sabiduría de la Iglesia indica el momento formativo comunitario como necesario para la formación de sus Sacerdotes.

¡La Iglesia tiene necesidad de hombres fuertes! De hombres firmes en la fe, capaces de conducir a los hermanos a una auténtica experiencia de Dios.

La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes que, en las tempestades de la cultura dominante, cuando “la barca de no pocos hermanos es combatida por las olas del relativismo” (cfr. J. Ratzinger, Homilía en la Santa Misa Eligendo Romano Pontifice), sepan, en efectiva comunión con Pedro, tener firme el timón de la propia existencia, de las comunidades que les han sido confiadas y de los hermanos que piden luz y ayuda para su camino de fe.

2. Las prioridades de la formación

Además del primado indiscutido de Dios, es necesario que la formación humana ocupe el puesto fundamental que le corresponde. Nadie puede esperar una humanidad perfecta para acceder a las órdenes sagradas, pero es indispensable, con toda honestidad, ponerse en juego, confiando a Dios, a través del Director espiritual, todo sobre uno mismo. No cedáis a la ilusión por la que las cuestiones no resueltas (o no debidamente afrontadas) se podrán improvisamente resolver después de la ordenación. ¡No es así! ¡Y la experiencia lo demuestra!

La formación humana tiene ciertamente necesidad de un justo grado de auto-conocimiento, y en este sentido las llamadas ciencias humanas pueden ofrecer una válida ayuda, ¡pero sobre todo tiene necesidad de “estar en contacto” con la Santa Humanidad de Cristo!

¡Estando con Él nosotros somos plasmados progresivamente! ¡Es Él, de verdad, formador! En este sentido, ¡la adoración eucarística prolongada desempeña también un papel fundamental y sobre todo en la formación humana! Dejarse “broncear” por el Sol eucarístico, significa, en el tiempo, limar las propias aristas, aprender del humilde por excelencia, estar en la escuela de la Caridad hecha carne.

Juntamente con la formación humana, es central la intelectual. No cabe duda de que ésta ha ocupado, en los últimos decenios, una importante parte de toda formación seminarista. Ahora, muy probablemente, en este ámbito es necesario valorar atentamente las proporciones y los equilibrios. Aunque se desea para todos una buena formación, no todos los Sacerdotes deberán ser teólogos.

La formación intelectual debe tender a transmitir los contenidos ciertos de la fe, argumentado razonablemente sus fundamentos escriturísticos, los de la gran Tradición eclesial y del Magisterio y hacerse acompañar por los ejemplos de vida de Sacerdotes santos. No debéis desorientaros en los meandros de las diversas opiniones teológicas que no dan certeza y ponen la Verdad revelada a la par de cualquier otro “pensamiento humano”. Uno se forma en las certezas y tratando de tener en el propio equipaje una visión de síntesis con el entusiasmo de la misión.

Estoy personalmente convencido de que una buena y sólida formación teológica, que descubra también el fundamento filosófico de la metafísica y no tema acoger toda la Verdad completa, es el mejor antídoto a las tantas “crisis de identidad” que algunos viven, por desgracia. En este sentido, el Santo Padre Benedicto XVI ha recordado varias veces la imprescindible utilización del Catecismo de la Iglesia Católica como horizonte al que mirar y como referencia cierta de nuestro actual pensamiento teológico.

El Catecismo es también el gran instrumento que el Beato Juan Pablo II donó a toda la Iglesia, para la correcta hermenéutica del Concilio Vaticano II. También bajo este aspecto es necesario que la formación intelectual no viva equívocos de ningún género.

Vosotros habéis nacido en el Postconcilio (creo casi todos) y quizás, por eso sois hijos del Concilio, en cuanto más inmunes a las polarizaciones, a veces ideológicas, que la interpretación de aquel Acontecimiento providencial ha suscitado.

Seréis vosotros, probablemente, la primera generación que interpretará correctamente el Concilio Vaticano II, no según el “espíritu” del Concilio, que tanta desorientación ha traído a la Iglesia, sino según cuanto realmente el Acontecimiento Conciliar ha dicho, en sus textos, a la Iglesia y al mundo.

¡No existe un Concilio Vaticano II diverso del que ha producido los textos hoy en nuestra posesión! Y en estos textos nosotros encontramos la voluntad de Dios para su Iglesia y con ellos es necesario confrontarse, acompañados por dos mil años de Tradición y de vida cristiana.
La renovación es siempre necesaria a la Iglesia, porque siempre necesaria es la conversión de sus miembros, ¡pobres pecadores! ¡Pero no existe, ni podría existir una Iglesia pre-Conciliar y una post-Conciliar! Si fuera así, la segunda – la nuestra – ¡sería histórica y teológicamente ilegítima!

Existe una única Iglesia de Cristo, de la que vosotros formáis parte, que va desde Nuestro Señor hasta los Apóstoles, desde la Bienaventurada Virgen María hasta los Padres y Doctores de la Iglesia, desde el Medioevo hasta el Renacimiento, desde el Románico hasta el Gótico, el Barroco, y así sucesivamente hasta nuestros días, ininterrumpidamente, sin alguna solución de continuidad, ¡nunca!

¡Y todo porque la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es la unidad de su Persona que se nos dona a nosotros, sus miembros!

Vosotros, queridísimos Seminaristas, seréis sacerdotes de la Iglesia de San Agustín, de San Ambrosio, de Santo Tomás de Aquino, de San Carlos Borromeo, de San Juan Maria Vianney, de San Juan Bosco, de San Pío X, hasta el santo Padre Pío, a San José María Escrivá y el Beato Juan Pablo II. Seréis sacerdotes de la Iglesia que está formada por tantísimos santos Sacerdotes que durante los siglos han hecho luminoso, bello, irradiante y por tanto fácilmente reconocible, el rostro de Cristo, Señor, en el mundo.

La verdadera prioridad y la verdadera modernidad, pues, queridos míos, ¡es la santidad! El único posible recurso para una auténtica y profunda reforma es la santidad y ¡nosotros tenemos necesidad de reforma! ¡Para la Santidad no existe un seminario, a no ser el de la Gracia de Nuestro Señor y de la libertad que se abre humildemente a su acción plasmadora y renovadora!

El Seminario de la Santidad, tiene, pues, un Rector verdaderamente magnífico y es una mujer: la Bienaventurada Virgen María. ¡Que Ella, que durante toda la vida nos repetirá: “Haced lo que Él os diga”, pueda acompañarnos en este arduo pero fascinador camino!

He aquí, pues, que os he dicho parte de cuanto deseaba deciros; lo demás os lo diré en la oración de cada día porque desde ahora en adelante os llevaré conmigo todos los días al altar, y recordaros que ser sacerdote en estos tiempos difíciles es bello, pero sacerdotes de verdad. Se es feliz si no se está a medias tintas: ¡o todo o nada!


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