6 de septiembre de 2011

La Madre Teresa y la Eucaristía



La Madre Teresa es una santa profundamente eucarística. La Eucaristía era el corazón de su vida, de su espiritualidad. Decía a las religiosas: «Jesús en la Eucaristía y Jesús en los pobres, bajo las especies del pan y bajo las especies del pobre, eso es lo que hace de nosotras contemplativas en el corazón del mundo». En la base de la espiritualidad de la Madre Teresa estaba el sagrario. Y no es por casualidad que se llama «sagrarios» a las comunidades abiertas en todo el mundo por las misioneras de la Caridad, porque son las casas de Jesús, decía la Madre Teresa. Las religiosas comulgan todos los días y todos los días hacen una hora de adoración eucarística, que ocupa un lugar muy importante en la vida espiritual de las misioneras de la Caridad.
Ella misma relata: “Recién en 1973, cuando empezamos nuestra Hora Santa diaria, fue que nuestra comunidad comenzó a crecer y florecer . . . En nuestra congregación solíamos tener adoración una vez a la semana durante una hora; luego en 1973 decidimos dedicar una hora diaria a la adoración. El trabajo que nos espera es enorme. Los hogares que tenemos para los indigentes enfermos y moribundos están totalmente llenos en todas partes. Pero desde el momento que empezamos a tener una hora de adoración cada día, el amor a Jesús se hizo más íntimo en nuestro corazón, el cariño entre nosotras fue más comprensivo y el amor a los pobres se nos llenó de compasión, y así se nos ha duplicado el número de vocaciones. La hora que dedicamos ante Jesús en la Eucaristía es la parte más valiosa de todo el día, es lo que cambia nuestros corazones.
Nuestras vidas deben estar entrelazadas con la Eucaristía. El Cristo que se nos ofrece bajo las apariencias de pan, y el Cristo que se oculta bajo las semblanzas doloridas del pobre es el mismo Jesús. Por eso, nosotras no somos simples asistentes sociales. Un cristiano, si cree que está alimentando a Cristo hambriento, que está vistiendo a Cristo desnudo, es un contemplativo desde el corazón mismo de su hogar, de su vida, del mundo mismo. Por eso yo defino a nuestras Hermanas y Hermanos Misioneros de la Caridad como contemplativos insertos en el mismo corazón del mundo durante las veinticuatro horas del día. ¡Dar! Ofrecer a quienes viven en nuestro entorno el amor que hemos recibido. Dar hasta sentir daño, porque el amor auténtico hiere. Es por lo que tenemos que amar hasta sentir dolor: a través de nuestro tiempo, de nuestras manos, de nuestros corazones. Tenemos que compartir todo lo que tenemos. Hace tiempo, en Calcuta, teníamos dificultades para conseguir azúcar. Un día un niño pequeño, de nada más que cuatro años, un niño indio, vino con sus padres y me trajo un tarro de azúcar. Me dijo: "Estaré tres días sin comer azúcar. Dé esto a sus niños". Aquel niño pequeño amaba hasta el sacrificio.
La Eucaristía y el pobre no son más que un mismo amor. Para ser capaces de ver, para ser capaces de amar, tenemos necesidad de una profunda unidad con Cristo, de una oración intensa. Por eso las Hermanas empiezan su jornada con la misa, la Santa Comunión, la meditación. Y la cerramos con una hora de adoración al Santísimo. Esta unión eucarística constituye nuestra fuerza, nuestra alegría y nuestro amor. Hay un pequeño detalle: tenemos que unir la oración con el trabajo. Se lo tratamos de inculcar a nuestra Hermanas invitándolas a "convertir el trabajo en oración". ¿Cómo es posible convertir el trabajo en oración? El trabajo no puede sustituir a la oración. De la misma manera, la oración no puede sustituir al trabajo. Sin embargo, tenemos que aprender a convertir el trabajo en oración. ¿Cómo podemos hacer esto? Haciéndolo con Jesús, haciéndolo por Jesús, haciéndolo para Jesús. Ésa es la forma de convertir en oración nuestro trabajo. Es posible que yo pueda seguir con toda la atención. Pero Dios tampoco exige de mí que le dedique toda la atención. En cambio, la intención sí puede ser plena.”

De la homilía de Juan Pablo II con ocasión de la beatificación de la Madre Teresa de Calcuta:
"El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos" (Mc 10, 45). La madre Teresa compartió la pasión del Crucificado, de modo especial durante largos años de "oscuridad interior". Fue una prueba a veces desgarradora, aceptada como un "don y privilegio" singular.
En las horas más oscuras se aferraba con más tenacidad a la oración ante el santísimo Sacramento. Esa dura prueba espiritual la llevó a identificarse cada vez más con aquellos a quienes servía cada día, experimentando su pena y, a veces, incluso su rechazo. Solía repetir que la mayor pobreza era la de ser indeseados, la de no tener a nadie que te cuide.
"Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti". Cuántas veces, como el salmista, también madre Teresa, en los momentos de desolación interior, repitió a su Señor: "En ti, en ti espero, Dios mío".
Veneremos a esta pequeña mujer enamorada de Dios, humilde mensajera del Evangelio e infatigable bienhechora de la humanidad. Honremos en ella a una de las personalidades más relevantes de nuestra época. Acojamos su mensaje y sigamos su ejemplo.
Virgen María, Reina de todos los santos, ayúdanos a ser mansos y humildes de corazón como esta intrépida mensajera del amor. Ayúdanos a servir, con la alegría y la sonrisa, a toda persona que encontremos. Ayúdanos a ser misioneros de Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza. Amén.”

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