“La Eucaristía, de cuya institución nos habla el Evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de la entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y de su sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo.
El cuerpo desgarrado y la sangre derramada de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido - por los signos eucarísticos- en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros.
Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio”.
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La Madre Teresa de Calcuta aconsejaba vivamente la adoración eucarística a los seminaristas. Hay una encuentro muy emotivo entre ellas y seminaristas donde destaca la centralidad de la Eucaristía en la vida sacerdotal. Una mirada que hay que tener en cuenta
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