11 de noviembre de 2010

El Hijo de Dios en mi vida y en la Eucaristia

Hemos sido creados a imagen del Hijo. Somos hijos y herederos.

Cuando uno nace la primera experiencia que tenemos es la de ser hijos, y por lo tanto de depender de otro, del que nos dio la vida. El bebe al principio tiene intacta esta capacidad que lo lleva a confiar ciegamente en el padre y en la madre. Y esto no solo nosotros, los seres humanos, también los animales. Naturalmente estamos llamados a confiar en el que nos dio la vida. Quizás los animales no necesitan depender demasiado tiempo de los que lo engendraron, pero nosotros sí. Nuestra dependencia es mucho más grande: tenemos que aprender de todo. Lo cual exige confianza absoluta. Y eso hace que establezcamos una relación tan profunda con quienes me han dado la vida, que podré llamarlos. Papa y Mama.

Saber que siempre va a ser mi padre, que siempre voy a poder acudir a él: somos esencialmente hijos. Siendo hijos es que hemos aprendido a ser personas. Y esto nos hace parecidos al Hijo de Dios: somos hijos, en este sentido, a la manera de la segunda Persona de la santísima Trinidad.

Ser hijos entonces trae de manera innata en nosotros, la virtud de la confianza. Esto es lo que llamamos la FE.

La actitud fundamental del hijo es confiar, escuchar, aprender, ser discípulo, ser dócil a lo que me dice mi padre, confiar en él. Cuando me tocan vivir y pasar por caminos difíciles agarrarse de esa manazo del padre que me conduce, que me hace sentir que no me va a pasar nada por que él está conmigo: eso es ser hijo.

De hecho está condición, aún cuando crecemos la seguimos teniendo, seguimos ejercitando la virtud de la confianza, de la escucha, del ser discípulo.

¿Qué significa que hemos sido creados a imagen del Hijo de Dios? Significa que todo esto que veo que está en mi condición natural, que vivo naturalmente en mi vida, o que debería vivir. Esta condición de hijo la puedo y la tengo que vivir con respecto a Dios: SOY SU HIJO. Y ser hijo de Dios significa vivir con esta fe y confianza. Pero en serio, como la cananea del evangelio.

Y esta actitud de hijo para con Dios estoy llamado a vivirla también con respecto a la Iglesia. Amor y entrega profunda a la Iglesia (bien concretita), es un índice también de mi conciencia de ser hijo de Dios, en el fondo de mi confianza en Dios. Nadie puede tener a Dios como Padre, sino tiene a la Iglesia como Madre (decía un gran santo). De hecho, bien sabemos, que el Papa viene de Abba, de Padre.

Miremos a Jesús, al Hijo de Dios y pidamos vivir como Él.

Es cierto que esta condición de hijo de Dios la vivimos en la oscuridad de la fe. Es decir tenemos que esforzarnos por despertar esta confianza.

Pero lo mismo pasa algunas veces en nuestra vida natural. ¿cuándo empezamos a gozar en plenitud de una profesión? ¿cúando somos estudiantes o cuando empezamos a ejercer la profesión?

Lo mismo en nuestra condición de discípulo, de alumnos, de hijos frente a Dios. Ahora en este mundo es tiempo de confianza. Pero estemos seguros que Dios nos quiere llevar a recibir, a obtener el diploma más lindo que podamos recibir en nuestra vida: EL DIPLOMA DE HIJO DE DIOS en plenitud en el cielo.

Mientras tanto debemos vivir en el camino de Santa Teresita: el caminito de la confianza.

Tenemos que confiar, abandonarnos. Aún cuando no veamos, no sintamos, no entendamos, aún cuando estemos sufriendo. Jesús, el Hijo de Dios a imagen del cual hemos sido creados, también tuvo que soportar el abandono: ¿“Dios mío, porque me has abandonado?. Y CONFIÓ. Confió plenamente en Getsemaní.

Confiemos nosotros también en la mano del Padre que maneja absolutamente todo para el bien de sus hijos amados.

Y esto posible si nos unimos al HIJO en la Eucaristía. En la Eucaristía nos unimos a Jesús para vivir como verdaderos hijos de Dios.

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