Migue tiene 6 años y va a primer grado del colegio donde trabajo. Soy catequista de secundaria y todos los viernes del año, el Buen Dios derrama su gracia sobre nosotros, como un grifo de Agua Viva que nunca se cerrará e inunda todo: nos regala adorar a Su Hijo durante toda la mañana. Una Adoración Eucarística donde alumnos, profesores, directivos, madres y padres, entran y salen de la Capilla del colegio, postrándose delante de Jesús y rezando en silencio. A mí me da la impresión que es un pequeño pulmón dentro de nuestra apurada vida. Un momento y un lugar donde Él reina y no hace falta más nada.
Y allí van y vienen muchos enamorados de Jesús (o enamorándose) que buscan el Encuentro con el que nos amó primero. Mi tarea es mínima: preparar la mañana de adoración, llevar y traer a los chicos desde las aulas hasta donde Él los espera, y no mucho más que eso. Pero hubo un día que la cosa fue distinta. Fue el día que lo conocí a Migue, un chico que se ha convertido en la personita más linda de mi semana.
Creo que éramos siete arrodillados, guitarra en mano alabando al Maestro, cuando irrumpió Migue (porque no sólo entró, sino que la entrada ya expresaba una linda ansiedad) y con él toda una espiritualidad a flor de piel. Corriendo atrás, una maestra, que nos miró como pidiendo perdón, pero que entendió de primera que era imposible que molestara, quizás recordando de repente una palabra del Expuesto: “Dejen que los niños vengan a mí”. Lo dejamos. Y comenzó la enseñanza de Dios.
Entró casi arrodillándose y con muchísimo respeto se hizo la Señal de la Cruz: de arriba hacia abajo, de muy a la derecha a muy a la izquierda, dejándose abrazar, no lo dudo. Como pidiéndole disculpas a Jesús, no pude no darme vuelta y todos ahí nos dimos cuenta, que tenían una relación de hace ya un tiempo largo, ellos dos. Los alumnos de 16 y 17 años que estaban adorándoLo, conocían a Migue y lo recibieron con mirada y sonrisa de amigo. Nadie podía dejar de observar lo que hacía y no creo que al Maestro le haya molestado, sobretodo por lo que vendría después.
Son tantos los gestos de amor que pude ver ese día, que me cuesta mucho enumerarlos en orden, como si hubieran sido todos al mismo tiempo, pero uno por uno y con mucho cariño, a la vez. Migue no nos miraba a nosotros, creo que nunca nos vió, salvo al principio de todo cuando me pedía que siguiera cantando: “La guitarra, toquemos la guitarra” decía susurrando. Va con sus anteojitos Migue, con la sonrisa más tierna y eterna, la cara toda manchada de resfríos acumulados y de juegos. Es tan pequeñito que se entiende que se entiendan, ellos dos.
Se acercó al altar, intentando no hacer ruido, porque se daba cuenta de lo que pasaba. El Hijo de Dios estaba sobre un altar más bajo, que le quedaba a su altura. Se paró al lado de Jesús y lo miraba. Perdón, se miraban. Y empezó a cantar el Gloria, completito lo cantó. Juntó las manos: “Ahora vamos a rezar todos” dijo en voz bajita. “Oh Jesús mío, perdona nuestras culpas…” con los ojos cerrados, la cabeza gacha y las manitos junto al pecho. Muchos no sabíamos la oración, así que nos enseñaba a rezarla. Pidió cantar de nuevo mientras daba vueltas al altar, pero casi sin quitar su mirada de Jesús.
Detrás del altar hay una Cruz muy grande sobre la pared, con un muy lindo Cristo, que siempre que es viernes a la mañana, hace de fondo de la Custodia Viva. Migue miró la Cruz de reojo y todavía no sé si no le tiró un beso. También está la Virgen del Rosario de San Nicolás, patrona del Colegio, al lado de la Cruz, pero muy arriba para Migue. Entonces… “Bajame a María por favor, bajala” decía con voz un poco más fuerte. Como para no ir corriendo y bajársela, regalársela. María tiene a Jesús en sus brazos y Migue no hizo otra cosa que saludarla con un hola (sí, con una sencillez que no les puedo reproducir), poner sus bracitos alrededor de ella con devoción y darle un beso como se lo debe dar a su mamá y a su papá todos los días. Después le dio otro al Niño Dios, que sonreía. De nuevo, ellos dos. Y otra vez a rezar: “Dios te salve María…”, con esos ojitos brillosos, propios de todo enamorado.
Los alumnos más grandes, arrodillados, seguían muy atentos el Encuentro, pero muchos iban y venían con la mirada en el Señor. Comprendían bien lo que pasaba, Dios nos regalaba a unos pocos otra gracia que inunda: “Esta es la fe de un niño, sean como niños, tienen que nacer de nuevo” se escuchaba.
Pusimos a María en su lugar, a pesar de sus insistencias de tenerla cerca, de poner su mejilla en la mano que no sostiene a Jesús. Si eso no es un corazón mariano…
Cuando cedió con María, como ofreciéndola a todos, hizo algo de lo más divertido, casi al ladito del Cuerpo de Cristo: juntó sus manos sobre su cabeza, como formando una carpa arriba de su pelo y dijo: “Ahora vamos a rezar por Benedicto, por el Papa Benedicto” balbuceó con dificultad. ¡Claro! Aquella tiendita con sus manos simbolizaba la mitra (esa especie de gorro alto y apuntado que usan los obispos en las misas) o quizás quería simbolizar la Iglesia. Nuevamente rezamos con él, por nuestro querido Pedro y por todos los sacerdotes del mundo.
Es difícil contarles lo que se vivía ahí, ¡Estábamos adorando a Jesús! ¿Entienden? Adorándolo en ellos dos. Mi corazón se expandía, por no decir explotaba. La piel de gallina y los ojos contentos. A veces los gestos físicos dicen mucho. Y los corazones de todos en esa capilla se expandían juntos. Ese lugar de gracia era una fiesta, SÍ una fiesta y Jesús nos invitaba a vivirla en oración. Y todavía faltaba lo mejor.
Mientras llevaba a Migue de la mano, les dije a los chicos que agradecieran Al que tenían enfrente, que Lo miraran. Llegamos atrás de todo, pero justo en línea con el Santo de Dios. Le pregunté si quería arrodillarse, como solicitando permiso para participar de su encuentro. Me hizo que sí con la cabeza y ahí estábamos en silencio, mirándolo. Habiendo vivido lo vivido, se me ocurrió preguntarle “¿Quién es Jesús, Migue?”. “Es el Salvador del Mundo” sopló. Era una fiesta la capilla. Los chicos ya habían girado la cabeza hacia el más pequeño.
Me miraba como esperando alguna otra consulta, y no tuve otro remedio que hacerla: “¿Y dónde está Jesús?”. Y mientras terminaba de decir Su nombre, Migue ya estaba levantando los ojos hacia delante, y señalando la Cruz grande del fondo dijo: “Ahí parece que está, pero no está”, y volviendo su dedito al Salvador que lo inspiraba desde la Eucaristía, agregó: “Ahí parece que no está, pero está”.
Migue apretó la mano de su maestra y se fue saludándonos con una sonrisa enorme, sin antes despedirse de Su Amigo. Nosotros, en silencio, pero con un fuego interno inapagable, guardando todo en el corazón, como María nos había enseñado. Hasta que una de las chicas, después de unos minutos, rompió muy bien el silencio: “No puedo dejar de pensar que aquellos que están enfermos para el mundo, a los ojos de Dios tienen perfecta la salud más importante, la salud del alma.”
Es que ya nadie que conoce a esta personita se da cuenta, nadie percibe, que en 1866, el Dr. Langdon Down le puso su apellido al síndrome con el que Migue vive con verdadera fe y alegría.
Qué buen testimonio...
ResponderEliminarGracias por publicarlo
"En la Cruz Jesús nos muestra cuánto nos amó; en la Eucaristía, cuánto nos ama", dijo la Beata Teresa de Calcuta. Algo parecido a lo de Migue, ¿no?
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