Nos podríamos fijar en esos dos aspectos de la figura de San José que pueden iluminar nuestra propia vida eucarística. José ante el misterio de Dios presente en María se sorprende. La manifestación Dios siempre sorprende. Conoce que Dios le llama a ser el esposo de María y el custodio de Jesús y acepta el riesgo que siempre supone la fe con un corazón sencillo, abierto, disponible.
Su fe se tradujo en fidelidad. Cumple la misión sin ruidos. Habla el lenguaje que mejor conoce: El lenguaje de los hechos. Siempre al lado de Jesús y de María con sentimientos de asombro y de gratitud. A San José le podríamos calificar como “Custodio de la Eucaristía”. Así lo afirma la liturgia: “Confiaste los primeros misterios de la salvación a la fiel custodia de San José”. Él acoge a Jesús presente en seno de María, él asiste a la adoración de los pastores y de los magos, él le lleva a Egipto y lo trae, él le enseña a rezar, él le busca, él contempla su crecimiento, él acepta con agrado su trabajo en el taller de Nazaret.
La Iglesia imita a José cuando suscita en los fieles los sentimientos de asombro y gratitud ante el misterio de la Eucaristía. “Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística”, decía el Santo Padre Juan Pablo II en su Encíclica (n. 5). En el pan y vino consagrados se hace presente el Señor mismo. Él en persona. Vivo. Resucitado. Dios y hombre. Nuestro mejor amigo. Nuestro Salvador.
Estamos invitados como San José a creer y a adorar. A reconocer y bendecir, a confesar y a postrarnos. Asombrados, estremecidos. Agradecidos y gozosos. Que las fiesteas de este año nos ayuden a crear actitudes de adoración, de agradecimiento, de estima hacia Cristo presente en la Eucaristía.
Gracias San José por cuidar al Niño que nos devolvió la Vida.
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