19 de febrero de 2010
Andá a la Eucaristía
Que nuestro anhelo sea SER EUCARISTIA
(...) Me dirijo particularmente a ustedes, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él puedan vivir su vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús pueden obtener aquella fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en su ministerio pastoral. Recuerda San León Magno que ‘nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que no sea volvernos aquello que recibimos’ (Sermón 12, De Passione 3,7,PL 54). Si ello es verdad para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante Jesús, como hacía el santo Cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular, durante el ya inminente Año Sacerdotal. San Juan María Vianney amaba decir a sus parroquianos: «Venid a la comunión... Es verdad que no sois dignos de ella, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de los pecados, pero necesitados de nutrirnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy existe el riesgo de una secularización que se introduce también en el interior de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les falta aquella participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día. Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como ‘diario’, podría aludir también al pan ‘supra-sustancial’, al pan ‘del mundo que vendrá’. Algunos Padres de la Iglesia han visto aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que nos es dado en la Santa Misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía, pues, el cielo viene sobre la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina (...) ¡Quédate con nosotros Jesús, dónate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias, purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer ‘eucarística’ durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la inmortalidad divina ¡Amén!
La adoración eucarística, fuente de vida para la Iglesia
Señores cardenales,
venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio
queridos hermanos
Con gran alegría y con siempre vivo reconocimiento os recibo, con ocasión de la Plenaria de la Congregación para el Culto Divino y al Disciplina de los Sacramentos. En esta importante ocasión me es grato, en primer lugar, dirigir mi saludo cordial al prefecto, el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera, a quien agradezco las palabras con que ha ilustrado los trabajos llevados a cabo en estos días y que ha dado expresión a los sentimientos de cuantos están hoy aquí presentes. Extiendo mi saludo afectuoso y mi cordial agradecimiento a todos los miembros y oficiales del dicasterio, empezando por el secretario, monseñor Malcom Ranjith, por el subsecretario, hasta todos los demás que, en las diversas tareas, prestan con competencia y dedicación su servicio para la "reglamentación y promoción de la sagrada liturgia" (Pastor Bonus, n. 62). En la plenaria habéis reflexionado sobre el misterio eucarístico y, en modo particular, sobre el tema de la adoración eucarística. Sé bien que, después de la publicación de la instrucción "Eucharisticum mysterium" del 25 de mayo de 1967 y la promulgación, el 21 de junio de 1973, del documento "De sacra communione et cultu mysterii eucharistici extra Missam", la insistencia sobre el tema de la Eucaristía como fuente inextinguible de santidad ha sido una urgencia de primer orden del dicasterio.
He acogido, por tanto, con agrado la propuesta de que la plenaria se ocupase del tema de la adoración eucarística, con la confianza de que una renovada reflexión colegial sobre esta práctica podría contribuir a poner en claro, en los límites de competencia del dicasterio, los medios litúrgicos y pastorales con los que la Iglesia de nuestro tiempo puede promover la fe en la presencia real del Señor en la Santa Eucaristía y asegurar a la celebración de la Santa Misa toda la dimensión de la adoración. He subrayado este aspecto en la Exhortación apostólica Sacramentum caritatis, en la que recogía los frutos de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo, que tuvo lugar en octubre de 2005. En ella, resaltando la importancia de la relación intrínseca entre celebración de la Eucaristía y adoración (cfr n. 66), citaba la enseñanza de san Agustín: "Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccemus non adorando" (Enarrationes in Psalmos, 98, 9: CCL 39, 1385). Los Padres sinodales no habían dejado de manifestar preocupación por una cierta confusión generada después del Concilio Vaticano II, sobre la relación entre Misa y adoración del Santísimo Sacramento (cfr Sacramentum caritatis, n. 66). En esto, encontraba eco cuanto mi Predecesor, el papa Juan Pablo II, había ya expresado sobre las desviaciones que han quizás contaminado la renovación litúrgica post-conciliar, revelando "una comprensión demasiado reduccionista del misterio eucarístico" (Ecclesia de Eucharistia, n. 10).
El Concilio Vaticano II ha puesto a la luz el papel singular que el misterio eucarístico tiene en la vida de los fieles (Sacrosanctum Concilium, nn. 48-54, 56). Como el papa Pablo VI reafirmó muchas veces: "la Eucaristía es un altísimo misterio, es más, propiamente, como dice la Sagrada Liturgia, misterio de la fe" (Mysterium fidei, n. 15). La Eucaristía, de hecho, está en el origen mismo de la Iglesia (cfr Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 21) y es la fuente de la gracia, constituyendo una incomparable ocasión tanto para la santificación de la humanidad en Cristo como para la glorificación de Dios. En este sentido, por una parte, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas al misterio de la Eucaristía (cfr Sacrosanctum Concilium, n. 10; Lumen gentium, n. 11; Presbyterorum ordinis, n. 5; Sacramentum caritatis, n. 17), y por otra, es en virtud de la Eucaristía que "la Iglesia continuamente vive y crece" (Lumen gentium, n. 26). Nuestro deber es percibir el preciosísimo tesoro de este misterio de fe inefable "tanto en la misma celebración de la Misa como en el culto de las sagradas especies, que se conservan después de la Misa para extender la gracia del Sacrificio" (Istruz. Eucharisticum mysterium, n. 3, g.). La doctrina de la transubstanciación del pan y del vino y de la presencia real son verdades de fe evidentes ya en la propia Sagrada Escritura y confirmadas después por los Padres de la Iglesia. El papa Pablo VI, al respecto, recordaba que "la Iglesia católica no solo ha siempre enseñado, sino también vivido la fe en la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en la Eucaristía, adorando siempre con culto latreutico, que compete sólo a Dios, un tan grande Sacramento" (Mysterium fidei, n. 56; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1378).
Es oportuno recordar, al respecto, las diversas acepciones que el vocablo "adoración" tiene en la lengua griega y en la latina. La palabra griega proskýnesis indica el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. La palabra latina ad-oratio, en cambio, denota el contacto físico, el beso, el abrazo, que está implícito en la idea del amor. El aspecto de la sumisión prevé una relación de unión, porque aquel a quien nos sometemos es Amor. De hecho, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico. Como dije a los jóvenes en la Explanada de Marienfeld, en Colonia, durante la Santa Misa con ocasión de la XX Jornada Mundial de la Juventud, el 21 de agosto de 2005: "Dios no está sólo frente a nosotros, como si fuese el Totalmente Otro". Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en Él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo" (Enseñanzas, vol. I, 2005, pp. 457 s.). En esta perspectiva recordaba a los jóvenes que en la Eucaristía se vive la "profunda transformación de la violencia en amor, de la muerte en vida; ella arrastra consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y Sangre. Sin embargo, la transformación no debe pararse en este punto, sino que debe comenzar desde aquí plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos han dado para que nosotros mismos seamos transformados a nuestra vez" (ibid., p. 457).
Mi Predecesor, el papa Juan Pablo II, en la Carta Apostólica "Spiritus et Sponsa", con ocasión del 40° aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la Sagrada Liturgia, exhortaba a emprender los pasos necesarios para profundizar la experiencia de la renovación. Esto es importante también respeto al tema de la adoración eucarística. Esta profundización será posible sólo a través de un mayor conocimiento del misterio en plena fidelidad a la sagrada Tradición, e incrementando la vida litúrgica dentro de nuestra comunidades (cfr Spiritus et Sponsa, nn. 6-7). Al respecto, aprecio en particular que la Plenaria de haya detenido también en el discurso de la formación de todo el Pueblo de Dios en la fe, con una atención especial a los seminaristas, para favorecer en ellos el crecimiento de un espíritu de auténtica adoración eucarística. Explica, de hecho, santo Tomás: "Que en este sacramento está presente el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo no se puede captar con los sentidos, sino solo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios" (Summa theologiae, III, 75, 1; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1381).
Estamos viviendo los días de la Santa Cuaresma que constituye no sólo un camino de más intenso de interioridad espiritual, sino también una eficaz preparación para celebrar mejor la santa Pascua. Recordando tres prácticas penitenciales muy queridas a la tradición bíblica y cristiana -la oración, el ayuno, la limosna-, animémonos mutuamente a redescubrir y vivir con renovado fervor el ayuno, no sólo como práctica ascética, sino también como preparación a la Eucaristía y como arma espiritual para luchar contra todo eventual apego desordenado a nosotros mismos. Este periodo intenso de la vida litúrgica nos ayude a alejar todo aquello que distrae el espíritu y a intensificar lo que nutre el alma, abriéndola al amor a Dios y al prójimo. Con estos sentimientos, formulo ya desde ahora a todos vosotros mis augurios para las próximas fiestas pascuales y, mientras os agradezco por el trabajo que habéis realizado en esta sesión plenaria, así como por todo el trabajo de la Congregación, imparto a cada uno con afecto mi Bendición.
La Eucaristía, memoria y presencia real de Cristo al mismo tiempo
Génesis 14, 18-20; I Corintios 11, 23-26; Lucas 9, 11b-17
En la segunda lectura de esta solemnidad, San Pablo nos presenta el relato más antiguo de la institución de la Eucaristía, escrito no más de veinte años después del acontecimiento. Procuremos descubrir algo nuevo del misterio eucarístico, sirviéndonos del concepto de memoria: «Haced esto en memoria mía».
La memoria es una de las facultades más misteriosas y grandiosas del espíritu humano. Todas las cosas vistas, oídas, pensadas y realizadas desde la primera infancia se conservan en este seno inmenso, dispuestas a despertarse y saltar a la luz a un reclamo exterior o de nuestra propia voluntad. Sin memoria dejaríamos de ser nosotros mismos, perderíamos nuestra identidad. Quién se ve golpeado por la amnesia total, vaga perdido por las calles, sin saber cómo se llama ni dónde vive.
El recuerdo, al asomarse a la mente, tiene el poder de catalizar todo nuestro mundo interior y encaminarlo hacia su objeto, especialmente si no se trata de una cosa o un hecho, sino de una persona viva. Cuando una madre se acuerda del hijo que ha dado a luz pocos días atrás y ha dejado en casa, todo en su interior vuela hacia su criatura, un ímpetu de ternura sale de las entrañas maternas y vela tal vez los ojos de llanto.
No sólo el individuo, sino también el grupo humano –familia, clan, tribu, nación- tiene su memoria. La riqueza de un pueblo no se mide tanto por las reservas de oro que conserva en su cámara acorazada, sino por la memoria que conserva en su conciencia colectiva. Precisamente compartir los mismos recuerdos es lo que cementa la unidad del grupo. Para conservar vivos tales recuerdos, se vinculan a un lugar o a una fiesta. Los americanos tienen el Memorial Day (el Día de la Memoria ), jornada en que recuerdan a los caídos de todas las guerras; los indios, el Ghandi memorial , un parque verde en Nueva Delhi que debe recordar a la nación lo que él fue e hizo por ella. También los italianos tenemos nuestros memoriales: las fiestas civiles recuerdan los eventos más importantes de nuestra historia reciente y a nuestros hombres más ilustres se han dedicado calles, plazas, aeropuertos...
Este riquísimo trasfondo humano acerca de la memoria nos debería ayudar a entender mejor qué es la Eucaristía para el pueblo cristiano. Es un memorial porque recuerda el acontecimiento al que ya toda la humanidad debe su existencia, como humanidad redimida: la muerte del Señor. Pero la Eucaristía tiene algo que la distingue de cualquier otro memorial. Es memoria y presencia a la vez, y presencia real, no sólo intencional; hace a la persona realmente presente, aunque esté oculta bajo los signos del pan y del vino. El Memorial Day no puede hacer que los caídos vuelvan a la vida, el Ghandi memorial no puede lograr que Ghandi viva. Esto en cambio lo realiza, según la fe de los cristianos, el memorial eucarístico respecto a Cristo.
Sin embargo, además de todas las cosas bellas que hemos mencionado de la memoria, debemos aludir también a un peligro innato en ella. La memoria se puede transformar fácilmente en estéril y paralizadora nostalgia. Esto sucede cuando la persona se hace prisionera de los propios recuerdos y acaba por vivir en el pasado. El memorial eucarístico no pertenece en verdad a este tipo de recuerdos. Al contrario: nos proyecta hacia delante; después de la consagración, el pueblo aclama: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús!» (en otras versiones, «Anunciamos tu muerte, Señor. Proclamamos tu resurrección. En la espera de tu venida». Ndr). Una antífona atribuida a Santo Tomás de Aquino ( O sacrum convivium ) define la Eucaristía como el sagrado convite en el que «se recibe a Cristo, se celebra la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura».
11 de febrero de 2010
El Padre Pío y la Misa
En este presente trabajo sacamos algunos pasajes en los que el Padre Pío hablaba de la Santa Misa:
Padre, ¿ama el Señor el Sacrificio?
¿Cuánta gloria le da la Misa a Dios?
Una gloria infinita.
¿Qué debemos hacer durante la Santa Misa?
Compadecernos y amar.
Padre, ¿cómo debemos asistir a la Santa Misa?
Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres. Como asistió San Juan al Sacrificio Eucarístico y al Sacrificio cruento de la Cruz.
Padre, ¿qué beneficios recibimos al asistir a la Santa Misa?
No se pueden contar. Los veréis en el Paraíso. Cuando asistas a la Santa Misa, renueva tu fe y medita en la Víctima que se inmola por ti a la Divina Justicia, para aplacarla y hacerla propicia. No te alejes del altar sin derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración.
Padre, ¿qué es su Misa?
Una unión sagrada con la Pasión de Jesús. Mi responsabilidad es única en el mundo -decía llorando.
¿Qué tengo que descubrir en su Santa Misa?
Todo el Calvario.
Padre, dígame todo lo que sufre Vd. durante la Santa Misa.
Sufro todo lo que Jesús sufrió en su Pasión, aunque sin proporción, sólo en cuanto lo puede hacer una creatura humana. Y esto, a pesar de cada uno de mis faltas y por su sola bondad.
Padre, durante el Sacrificio Divino, ¿carga Vd. nuestros pecados?
No puedo dejar de hacerlo, puesto que es una parte del Santo Sacrificio.
¿El Señor le considera a Vd. como un pecador?
No lo sé, pero me temo que así es.
Yo lo he visto temblar a Vd. cuando sube las gradas del Altar. ¿Por qué? ¿Por lo que tiene que sufrir?
No por lo que tengo que sufrir, sino por lo que tengo que ofrecer.
¿En qué momento de la Misa sufre Vd. más?
En la Consagración y en la Comunión.
Padre, esta mañana en la Misa, al leer la historia de Esaú, que vendió su primogenitura, sus ojos se llenaron de lágrimas.
¡Te parece poco, despreciar los dones de Dios!
Padre, ¿por qué llora Vd. casi siempre cuando lee el Evangelio en la Misa?
Nos parece que no tiene importancia el que un Dios le hable a sus creaturas y que ellas lo contradigan y que continuamente lo ofendan con su ingratitud e incredulidad.
Su Misa, Padre, ¿es un sacrificio cruento?
¡Hereje!
Perdón, Padre, quise decir que en la Misa el Sacrificio de Jesús no es cruento, pero que la participación de Vd. a toda la Pasión si lo es. ¿Me equivoco?
Pues no, en eso no te equivocas. Creo que seguramente tienes razón.
¿Quien le limpia la sangre durante la Santa Misa?
Nadie.
Padre, ¿por qué llora en el Ofertorio?
¿Quieres saber el secreto? Pues bien: porque es el momento en que el alma se separa de las cosas profanas.
Durante su Misa, Padre, la gente hace un poco de ruido.
Si estuvieses en el Calvario, ¿no escucharías gritos, blasfemias, ruidos y amenazas? Había un alboroto enorme.
Padre, ¿por qué sufre tanto en la Consagración?
No seas malo... (no quiero que me preguntes eso...).
Padre, ¡dígamelo! ¿Por qué sufre tanto en la Consagración?
Porque en ese momento se produce realmente una nueva y admirable destrucción y creación.
Padre, ¿por qué llora en el Altar y qué significan las palabras que dice Vd. en la Elevación? Se lo pregunto por curiosidad, pero también porque quiero repetirlas con Vd.
Los secretos de Rey supremo no pueden revelarse sin profanarlos. Me preguntas por qué lloro, pero yo no quisiera derramar esas pobres lagrimitas sino torrentes de ellas. ¿No meditas en este grandioso misterio?
Padre, ¿cómo puede estarse de pie en el Altar?
Como estaba Jesús en la Cruz.
Padre, durante la Misa, ¿dice Vd. las siete palabras que Jesús dijo en la Cruz?
Sí, indignamente, pero también yo las digo.
Y ¿a quién le dice: «Mujer, he aquí a tu hijo»?
Se lo digo a Ella: He aquí a los hijos de Tu Hijo.
¿Sufre Vd. la sed y el abandono de Jesús?
Sí.
¿En qué momento?
Después de la Consagración.
¿Hasta qué momento?
Suele ser hasta la Comunión.
Vd. ha dicho que le avergüenza decir: «Busqué quien me consolase y no lo hallé». ¿Por qué?
Porque nuestro sufrimiento, de verdaderos culpables, no es nada en comparación del de Jesus.
¿Ante quién siente vergüenza?
Ante Dios y mi conciencia.
Los Angeles del Señor ¿lo reconfortan en el Altar en el que se inmola Vd.?
Pues... no lo siento.
Si el consuelo no llega hasta su alma durante el Santo Sacrificio y Vd. sufre, como Jesús, el abandono total, nuestra presencia no sirve de nada.
La utilidad es para vosotros. ¿Acaso fue inútil la presencia de la Virgen Dolorosa, de San Juan y de las piadosas mujeres a los pies de Jesús agonizante?
¿Qué es la sagrada Comunión?
Es toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo. Pídele a Jesús que se deje sentir sensiblemente.
Cuando viene Jesús, ¿visita solamente el alma?
El ser entero.
¿Qué hace Jesús en la Comunión?
Se deleita en su creatura.
Cuando se une a Jesús en la Santa Comunión, ¿que quiere que le pidamos al Señor por Vd.?
Que sea otro Jesús, todo Jesús y siempre Jesús.
¿Sufre Vd. también en la Comunión?
Es el punto culminante.
Después de la Comunión, ¿continúan sus sufrimientos?
Sí, pero son sufrimientos de amor.
¿A quién se dirigió la última mirada de Jesús agonizante?
A su Madre.
¿Muere Vd. en la Santa Misa?
Místicamente, en la Sagrada Comunión.
¿Es por exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.
Si Vd. muere en la Comunión ¿ya no está en el Altar? ¿Por qué?
Jesús muerto, seguía estando en el Calvario.
Padre, ¿Jesús desclava los brazos de la Cruz para descansar en Vd.?
¡Soy yo quien descansa en El!
¿Cuánto ama a Jesús?
Mi deseo es infinito, pero la verdad es que, por desgracia, tengo que decir que nada, y me da mucha pena.
Padre, ¿por qué llora Vd. al pronunciar la última frase del Evangelio de San Juan: «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad»?
¿Te parece poco? Si los Apóstoles, con sus ojos de carne, han visto esa gloria, ¿cómo será la que veremos en el Hijo de Dios, en Jesús, cuando se manifieste en el Cielo?
¿Qué unión tendremos entonces con Jesús?
La Eucaristía nos da una idea.
¿Asiste la Santísima Virgen a su Misa?
¿Crees que la Mamá no se interesa por su hijo?
¿Y los ángeles?
En multitudes.
¿Qué hacen?
Adoran y aman.
Padre, ¿quién está más cerca de su Altar?
Todo el Paraíso.
¿Le gustaría decir más de una Misa cada día?
Si yo pudiese, no querría bajar nunca del Altar.
Me ha dicho que Vd. trae consigo su propio Altar...
Sí, porque se realizan estas palabras del Apóstol: «Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (Gal. 6, 17), «estoy crucificado con Cristo» (Gal. 2, 19) y «castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (I Cor. 9, 27).
¡En ese caso, no me equivoco cuando digo que estoy viendo a Jesús Crucificado!
(No contesta).
Padre, ¿se acuerda Vd. de mí durante la Santa Misa?
Durante toda la Misa, desde el principio al fin, me acuerdo de tí.
La Misa del Padre Pío en sus primeros años duraba más de dos horas. Siempre fue un éxtasis de amor y de dolor. Su rostro se veía enteramente concentrado en Dios y lleno de lágrimas.
La Eucaristía necesidad de nuestro corazón
¡Oh Dios mío, para ti has hecho nuestro corazón!
Por qué está Jesucristo en la Eucaristía? Muchas son las respuestas que pudieran darse a esta pregunta; pero la que las resume todas es la siguiente: porque nos ama y desea que le amemos. El amor, este es el motivo determinante de la institución de la Eucaristía.
Sin la Eucaristía el amor de Jesucristo no sería más que un amor de muerto, un amor pasado, que bien pronto olvidaríamos, olvido que por lo demás sería en nosotros casi excusable.
El amor tiene sus leyes y sus exigencias. La sagrada Eucaristía las satisface todas plenamente. Jesucristo tiene perfecto derecho de ser amado, por cuanto en este misterio nos revela su amor infinito.
Ahora bien: el amor natural, tal como Dios lo ha puesto en el fondo de nuestro corazón, pide tres cosas: la presencia o sociedad de vida, comunidad de bienes y unión consumada.
El dolor de la amistad, su tormento, es la ausencia. El alejamiento debilita los vínculos de la amistad, y por muy arraigada que esté, llega a extinguirla si se prolonga demasiado.
Si nuestro señor Jesucristo estuviese ausente o alejado de nosotros, pronto experimentaría nuestro amor los efectos disolventes de la ausencia.
Está en la naturaleza del hombre, y es propio del amor el necesitar para vivir la presencia del objeto amado.
Mirad el espectáculo que ofrecen los pobres apóstoles durante aquellos tres días que permaneció Jesús en el sepulcro. Los discípulos de Emaús lo confiesan, casi han perdido la fe: claro, ¡como no estaba con ellos su buen maestro! Ah! Si Jesús no nos hubiera dejado otra cosa por ofrenda de su amor que Belén y el calvario, ¡pobre Salvador, cuánpresto le hubiéramos olvidado! ¡Qué indiferencia reinaría en el mundo!
El amor quiere ver, oír, conversar y tocar.
Nada hay que pueda reemplazar a la persona amada; no valen recuerdos, obsequios ni retratos... nada: todo eso no tiene vida.
¡Bien lo sabía Jesucristo! Nada hubiera podido reemplazar a su divina persona: nos hace falta El mismo.
¿No hubiera bastado su palabra? No, ya no vibra; no llegan a nosotros los acentos tan conmovedores de la voz del Salvador.
¿Y su evangelio? Es un testamento.
¿Y los santos sacramentos no— nos dan la vida? Sí, más necesitamos al mismo autor de la vida para nutrirla
¿Y la cruz? ¡La cruz... sin Jesús contrista el alma! Pero ¿la esperanza...? Sin Jesús es una agonía prolonga da. Los protestantes tienen todo eso y, sin embargo, ¡qué frío es el protestantismo!, ¡qué helado está!
¿Cómo hubiera podido Jesús, que nos ama tanto, abandonarnos a nuestra triste suerte de tener que luchar y combatir toda la vida sin su presencia?
¡OH, seríamos en extremo desventurados si Jesús no se hallara entre nosotros! ¡Míseros desterrados, solos y sin auxilio, privados de los bienes de este mundo y de los consuelos de los mundanos, que gozan hasta saciarse de todos los placeres..., una vida así sería insoportable!
En cambio, con la Eucaristía, con Jesús vivo entre nosotros y, con frecuencia, bajo el mismo techo, siempre a nuestro lado, tanto de noche como de día, accesible a todos, esperándonos dentro de su casa siempre con la puerta abierta, admitiendo y aun llamando con predilección a los humildes! ¡Ah, con la Eucaristía, la vida es llevadera! Jesús es cual padre cariñoso que vive en medio de sus hijos. De esta suerte, formamos sociedad de vida con Jesús.
¡Cómo nos engrandece y eleva esta sociedad! ¡Qué facilidad en sus relaciones, en el recurso al cielo y al mismo Jesucristo en persona!
Esta es verdaderamente la dulce compañía de la amistad sencilla, amable, familiar e íntima. ¡Así tenía que ser!
El amor requiere comunidad de bienes, la posesión común; propende a compartir mutuamente así las desgracias como la dicha. Es de esencia del amor y como su instinto el dar, y darlo todo con alegría y regocijo.
¡Con qué prodigalidad nos comunica Jesús sus merecimientos, sus gracias y hasta su misma gloria en el santísimo Sacramento! ¡Tiene ansia por dar! ¿Ha rehusado dar alguna vez? ¡Jesús se da a sí mismo y se da a todos y siempre! Ha llenado el mundo de hostias consagradas.
Quiere que lo posean todos sus hijos. De los cinco panes multiplicados en el desierto sobraron doce canastos. Ahora la multiplicación es más prodigiosa, porque es preciso que participen todos de este pan.
Jesús sacramentado quisiera envolver toda la tierra en una nube sacramental; quisiera que las aguas vivas de esta nube fecundasen todos los pueblos, yendo a perderse en el océano de la eternidad después de haber apagado la sed de los elegidos y haberlos confortado.
Cuán verdadera y enteramente nuestro es, por tanto, Jesús sacramentado.
La tendencia del amor, su fin, es unir entre sí a los que se aman, es fundir a dos en uno, de modo que sean un solo corazón, un solo espíritu, una sola alma.
Oíd a la madre expresar esta idea, cuando abrazando al hijo de sus entrañas, le dice: "Me lo comería".
Jesús se somete también a esta ley del amor por El establecida. Tras haber convivido con nosotros y compartido nuestro estado, se nos da a sí mismo en Comunión y nos funde en su divino ser.
Unión divina de las almas, la cual es cada vez más perfecta y más íntima, según la mayor o menor intensidad de nuestros deseos: In me manet et ego in illo. Nosotros permanecemos en El y El permanece en nosotros. Ahora somos una sola cosa con Jesús, y después esta unión inefable, comenzada aquí en la tierra por la gracia, y perfeccionada por la Eucaristía, se consumará en el cielo, trocándose en eternamente gloriosa.
El amor nos hace vivir con Jesús, presente en el santísimo Sacramento; nos hace partícipes de todos los bienes de Jesús; nos une con Jesús.
Todas las exigencias de nuestro corazón quedan satisfechas; ya no puede tener otra cosa que desear.
(Obras Eucarísticas de San Pedro Julián de Eymard)
8 de febrero de 2010
…”Él está Vivo”…
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: "¿Qué comentaban por el camino?" Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: "¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!". "¿Qué cosa?", les preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron".Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!
(Hacemos oración en eco)
Lo que mas me impresiona de la Eucaristía es su silencio. Nada tan vivo y tan silencioso. Imposible de perturbar. Ningún movimiento que delate la mínima reacción y, sin embargo, toda la vida, toda la fuerza, toda la gracia y la energía de la resurrección. Así, en el silencio de las cosas humanas, como profundamente dormido o muerto, está más que atento a nuestra existencia.
Nadie puede estar mas presente y al mismo tiempo, más desapercibido. Basta ver como lo tratamos. De qué manera reaccionamos ante tanto amor. Un simple examen alcanza para verificar el grado de incomprensión que manifestamos ante su presencia eucarística. Si creemos que es Él, ¿Por qué tanta frialdad, tanto aburrimiento y tanta torpeza? Deberíamos morir de amor.
El Señor mantiene su silencio. Está allí, siempre ofreciendo su amistad. A pesar de todo, Él está allí, más allá de nuestra incomprensión, y seguirá estando allí. Es Él, personalmente Él. No se si existe una forma mas perfecta de formularlo.
Está para nosotros. Para los que por la conversión quieran seguirlo. Para los que por el bautismo se constituyan en su Iglesia. Para quienes estén dispuestos a ser pequeños con Él y entrar en su Reino. Para quienes, sin ser aún de la Iglesia, lo sigan en el deseo de encontrarlo. Está para los que quieran recibirlo y ser sus amigos. Está. Nadie podrá decir que no está para él.
El silencio es la única forma de escuchar su latido, de entender su lenguaje. Alguna vez dejemos de decirle nuestras cosas y de exponerle nuestras demandas, por más santas que sean. Mirémosle con fe y sonriámosle con nuestro amor. Mantengámonos así todo el tiempo posible, si es todo mejor. Volveremos a nuestras actividades vacías de lo que pretendíamos y colmados de su serena presencia, de sus grandes intereses, especialmente de su entrañable amor a los hombres.
Aquí se forjan los santos, los misioneros, los contemplativos, los evangelizadores de los ambientes más rebeldes de nuestro mundo. Estamos aquí, con el mismo misterio de Amor que ellos adoraron y contemplaron, recibiendo la misma comunión que los condujo rápidamente a la santidad. Les aseguro que muchas veces me digo, con la hostia recién consagrada entre mis ojos: Es el mismo que recibieron los apóstoles en la última cena, que compartieron las primeras comunidades, también la Virgen; el mismo que nutrió la fortaleza admirable de los mártires, que contemplaron santo Tomás de Aquino y Teresita de Liseux, que conmovió al Cura de Ars. Es el mismo. No ha cambiado. Me ama a mí, como los amó a ellos. Se brinda a mí, como se brindo a ellos y los hizo santos.
¿Por qué no somos santos entonces? Si es el mismo, con las mismas infinitas ganas de hacernos santos. Revisemos nuestra relación con Él, sin engañarnos en nada. Si nosotros no lo queremos se quedará allí, expresándonos su amistad sin la respuesta de la nuestra. Es tan pequeño y dependiente de nuestra respuesta de amor como un niño que nos mira para echarse en nuestros brazos ante el mínimo gesto de aproximación de nuestra parte.
Amarlo mucho es nuestra respuesta a su amor sin medida. No importa que no pueda fijar mi mente por mucho tiempo, que no pueda formular ni concebir pensamientos profundos y poéticos. Importa mi amor, mi amistad dispuesta a la respuesta inmediata y serena: Aquí estoy, Señor, porque te quiero y no tengo otra cosa que decirte.
“Eucaristía: anonadamiento y amor”, Mons. Castagna.
¿Conoces realmente a Jesús vivo – no por libros, sino por estar con Él en tu corazón?
Madre teresa de Calcuta
Dediquemos este rato de oración a encontrarnos con ese Dios Vivo cara a cara…
2 de febrero de 2010
Adorad a Mi Hijo
“Queridos Hijos! También esta noche os estoy especialmente agradecida por haber venido aquí. Adorad sin cesar al Santísimo Sacramento del Altar. Yo estoy siempre presente cuando los fieles están en adoración. En estos momentos se obtienen gracias particulares. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”
Adorar significa estar con Jesús, olvidarse del tiempo y estar en compañía de Dios mismo, que ha querido quedarse con Su pueblo; introducirnos y permanecer para siempre en el misterio de Su presencia y esto implica amarlo y dejarse amar por Él.
En esta época, que de tantas maneras se ha vuelto atea, nosotros deberíamos encontrar el tiempo y postrarnos ante nuestro Dios. Esta es, en efecto, la postura mas sublime delante de Su majestuosidad y Su amor. Max Turckhauf, un físico de la era contemporánea, reconoció a través de una confesión pública, haber causado mucho mal al haber participado en la creación de la bomba atómica. Una vez convertido, él afirmo que todos los laboratorios en donde los científicos entran en contacto con el misterio de la vida deberían hospedar una capilla con el Santísimo Sacramento, a fin de invitarlos a adorar la Creador de todas las leyes. Así, con humildad y sencillez de corazón, ellos podrían entrar en contacto mas profundo con las leyes de la vida, de modo que no actuarán egoístamente o por razones de interés sino con amor y adoración. El ritmo de vida expuesto a tantos extirpa al hombre de su propio ambiente y por eso, fácilmente pierde el equilibrio; él pierde igualmente el camino y, con ello, el sentido de la vida, ¡llegando incluso a alinearse! El se aparta de los demás, porque no tiene un núcleo en donde encontrarse con ellos. En estas condiciones se vuelve vacío y, por tanto, violento y destructivo también. La destrucción y la anulación de la vida constituyen de hecho la peor alternativa, completamente opuesta a aquella paz a la que la Santísima Virgen nos invita y para la cual Ella quiere educarnos. Adorando, aumentamos nuestra fe, el amor y la esperanza., asimismo estamos mas dispuestos a una relación humana con los otros. Nuestra paz se nos consolida y se nos abre la posibilidad, de vivir esa experiencia según las palabras de Jesús dirigió a los que estaba fatigados y sobrecargados para que vinieran a Él, porque Él los descansaría y reconfortaría, su vida interior sería renovada y colmada con un nuevo Espíritu (cf. Mt 11, 28; Jn 7, 37).
Con la adoración uno entra en sí mismo. Se trasfiere el propio centro a Dios y así, el hombre se dispone a vivir una vida digna de un cristiano, de Hijo de Dios. El cristiano que vive para Dios y gracias a Dios, permanece en sí mismo. Cuando adoramos, así los dice el mensaje, nosotros creamos también una comunión particular con María, con la Madre de la Eucaristía. “¡Yo estoy siempre presente cuando los fieles están en adoración!”, dice la Santísima Virgen. Ella siempre ha sido la primera, la que gracias a su purísimo corazón materno reconoció, en Su Hijo, al Dios de todos, a Quien ella adoraba ya en Jerusalén. Y esto no significa otra cosa, sino que Ella, con Su corazón y Su alma, penetró profundamente en el misterio de la presencia de Jesús en el mundo y en la misión que le había sido confiada a Él. El Santo Padre Juan Pablo II en la Encíclica sobre la Bienaventurada Virgen María, la cual emitió con el objetivo del año Mariano de 1987/88, proclamó a María “Estrella de la mañana”, madre y modelo para todos los cristianos. Ella, en efecto, no sólo es la madre y aquella que ha enseñado a Jesús, sino particularmente a todos nosotros. Por tanto, es Ella quien mejor puede prepararnos al año 2000 (cf. Encíclica Redemptoris Mater, 1987, Introducción).
María ha repetido tantas veces en Sus mensajes que Ella está con nosotros y lo ha hecho de manera especial en lo que respecta a la adoración. Esta última, en el espíritu de María, debe ocupar su sitio, puesto que se trata de un encuentro particular con la Eucaristía de Cristo.
En el profundo misterio de amor de Dios, cristiano será aquel que sea capaz de sobrevivir a esta época de ateísmo y que esté en armonía con los nuevos tiempos.
“¡Queridos hijos! Deseo que adoreis incesantemente Conmigo a Jesús. Hijos míos, ¡enregáos a Él! Entregadle a Él vuestros sufrimientos, que Él acepta por vosotros y por todo el mundo en Su cuerpo y en Su sangre derramada por vosotros, NO permitáis que estos días sean sn sentido para vosotros, sino aceptad todo aquello que Jesús ha soportado junto a Mí. Yo os bendigo.” (Mensaje dado a través de Jelena Vasilij el 21 de Marzo de 1989.)
Jesús en la Sagrada Eucaristía
Allí donde esté la Sagrada Hostia, allí está Dios vivo, allí está tu Salvador con la misma realidad con que vivió y habló en Galilea y en Judea, con la misma realidad con que está ahora en el Cielo. No pierdas nunca por culpa tuya una sola comunión: una comunión es más que la vida, más que todos los bienes del mundo, más que todo el universo, es Dios mismo, soy Yo, Jesús. ¿Hay algo que pueda preferirse a mi Persona? Por muy poco que me ames, ¿te atreverías a perder voluntariamente la gracia que te ofrezco de entrar así en tu interior? Ámame con toda la amplitud de tu corazón y con toda sencillez.
1 de febrero de 2010
Pensamiento del Cardenal Claudio Hummes, o.f.m
Extraído de la invitación para vivir el año sacerdotal
Queridos hermanos, seamos fieles a la celebración diaria de la santísima Eucaristía, no sólo para cumplir un compromiso pastoral o una exigencia de la comunidad que nos ha sido encomendada, sino por la absoluta necesidad personal que sentimos, como la respiración, como la luz para nuestra vida, como la única razón adecuada a una existencia presbiteral plena.
El Santo Padre, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (n. 66) nos vuelve a proponer con fuerza la afirmación de san Agustín: «Nadie come de esta carne sin antes adorarla (...), pecaríamos si no la adoráramos» (Enarrationes in Psalmos 98, 9). No podemos vivir, no podemos conocer la verdad sobre nosotros mismos, sin dejarnos contemplar y engendrar por Cristo en la adoración eucarística diaria, y el «Stabat» de María, «Mujer eucarística», bajo la cruz de su Hijo, es el ejemplo más significativo que se nos ha dado de la contemplación y de la adoración del Sacrificio divino.
Como la dimensión misionera es intrínseca a la naturaleza misma de la Iglesia, del mismo modo nuestra misión está ínsita en la identidad sacerdotal, por lo cual la urgencia misionera es una cuestión de conciencia de nosotros mismos. Nuestra identidad sacerdotal está edificada y se renueva día a día en la «conversación» con nuestro Señor. La relación con él, siempre alimentada en la oración continua, tiene como consecuencia inmediata la necesidad de hacer partícipes de ella a quienes nos rodean. En efecto, la santidad que pedimos a diario no se puede concebir según una estéril y abstracta acepción individualista, sino que, necesariamente, es la santidad de Cristo, la cual es contagiosa para todos: «Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser» (Benedicto XVI, Spe salvi, 28).