(Lc 24, 36-39)
Jesús, nuestro Señor, no quiso permanecer acá en la tierra sólo por medio de su gracia, de su verdad y de su palabra, sino que también quiso quedarse en persona. Así, nosotros poseemos al mismo Jesús aunque bajo otra forma de vida. Ahora viste el traje sacramental, es verdad, pero no por eso deja de ser el mismo Jesús, el mismo hijo de Dios e hijo de María. La Eucaristía nos manifiesta el exceso de amor.
El amor quiere ver, oír, conversar y tocar.
Nada hay que pueda reemplazar a la persona amada, no valen recuerdos, obsequios ni retratos… nada: todo eso no tiene vida. ¡Bien lo sabía Jesús! Nada hubiera podido reemplazar su divina persona: nos hace falta El mismo.
¿Hubiera bastado su palabra? No, ya no vibra, no llegan a nosotros los acentos tan conmovedores de la voz del Salvador.
¿Y su evangelio? Es un testamento. ¿Y los santos sacramentos no nos dan la vida? Sí, pero necesitamos al mismo autor de la vida para nutrirla.
¿Y la cruz? ¡La cruz... sin Jesús entristece el alma! Pero ¿la esperanza...? Sin Jesús es una agonía prolongada.
¿Cómo hubiera podido Jesús, que nos ama tanto, abandonarnos a nuestra triste suerte de tener que luchar y combatir toda la vida sin su presencia? ¡Seríamos en extremo desventurados si Jesús no se encontrara entre nosotros!
En cambio, con la Eucaristía, con Jesús vivo entre nosotros y, con frecuencia bajo el mismo techo, siempre a nuestro lado, tanto de noche como de día, accesible a todos, esperándonos dentro de su casa siempre con la puerta abierta, llamando con predilección a los humildes. Jesús es el padre cariñoso que vive en medie de sus hijos. ¡Qué verdadero y enteramente nuestro es, por lo tanto, Jesús sacramentado!
La Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo
f del amor. Él baja hasta nosotros trayéndonos hasta nosotros tesoros infinitos de gracias. En la Eucaristía nos ama con pasión, ciegamente sin pensar en sí mismo, sacrificándose enteramente por nosotros.
Jesús está en la hostia. Creamos en la Eucaristía. Hay que decir "Creo, Señor, pero aumenta mi fe". Obrar así, como el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesús lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de lo que nos dicen los sentidos. Entre todos los misterios de Jesús, este es el único en el cual los sentidos deben callarse en absoluto. Se da el reinado de la fe. Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Ahí está Jes.is! Postrémonos y adoremos. Esta presencia está lo suficientemente velada para no dañarnos ,con sus resplandores, pero lo suficientemente transparente a los ojos de la fe. La felicidad y el deseo son dos elementos indispensables del amor mientras vivimos en este mundo, por eso el alma con la Eucaristía goza y desea al mismo tiempo. Come y se siente hambrienta todavía.
Además de esto, Jesús mendiga adoradores y El es quien nos ha llamado con su gracia. ¡Nuestro Señor nos deseaba, tenía necesidad de nosotros! Necesita adoradores para ser expuesto, sin que pueda en caso contrario salir de tabernáculo.
Adorar es practicar la caridad rezando per mi prójimo. Adorar es llevar la vida de los santos en el cielo. ¡Qué gracia ser parte de la corte eucarística de Jesús en la tierra, estar frente a él, ser miembro de su guardia divina y vivir en la tierra d la vida celestial!
San Pedro Julián Eymard
Que lindo saber esto: Adorar es caridad para el projimo.
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