«Después tuvieron que venir al altar. Comenzaron a venir; los ángeles contemplaban; les vieron venir a ustedes, y aquella condición humana, que yacía envilecida bajo el tenebroso yugo del pecado, de súbito la vieron refulgir. Y entonces dijeron: ¿Quién es esta que sube desde el desierto con vestiduras blancas? (Ct 8, 5). Se admiran, pues, también los ángeles. ¿Quieres saber de qué? Escucha: el apóstol Pedro dice que nos han sido concedidas aquellas cosas que también los ángeles desean ver (1 P 1, 12). Y por otra parte sabes que: Ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman (1 Co 2, 9).
Entiende, pues, lo que has recibido. El santo profeta David vio simbólicamente esta gracia y la deseó. ¿Quieres saber cuánto la deseó? Oye sus palabras: Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; tú me lavarás y quedaré más blanco que la nieve (Sal 50, 9). ¿Por qué? Porque la nieve, aunque sea blanca, puede que alguna vez se ensucie y corrompa; mientras que, por el contrario, esta gracia que has recibido, si conservas lo que se te ha dado, será duradera y perpetua.
Venías, pues, deseoso a recibir esta gracia tan grande que habías visto; venías deseoso al altar del que recibirías el sacramento. Dice tu alma: Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud (Sal 42, 4). Depusiste la vejez de los pecados; asumiste la juventud de la gracia. Esto te otorgaron los sacramentos celestiales. Oye, pues, de nuevo a David, que dice: Se renovará como el águila tu Juventud (Sal 102, 5). Empezaste a ser como una buena águila, que tiende al cielo y desprecia las cosas terrenas. Las buenas águilas están junto al altar, porque: donde está el cuerpo, allí las águilas. El altar representa el cuerpo, y en él está el Cuerpo de Cristo. Ustedes son las águilas, renovadas por la ablución del pecado.
Te acercaste al altar; contemplaste los sacramentos puestos sobre el altar, y te admiraste de ver aquella creatura; aunque es una creatura conocida y habitual.
Alguien podría decir: Dios dio a los judíos tanta gracia, y para ellos derramó maná del cielo (Ex 16, 13-15). ¿Qué más dio a sus fieles? ¿Qué más dio a aquellos a los que prometió más?
Escucha lo que digo. Los misterios cristianos son anteriores a los misterios judíos, y los sacramentos cristianos son más divinos que los sacramentos judíos. ¿Cómo? Ahora verás. ¿Cuándo comenzaron a existir los judíos? A partir de Judá, bisnieto de Abraham; o, si prefieres, a partir de la promulgación de la Ley, o lo que es lo mismo, cuando los israelitas recibieron el derecho divino. Luego los de Abraham, en tiempos de Moisés el santo. Fue entonces cuando Dios hizo llover maná del cielo sobre los judíos que murmuraban. Sin embargo, la figura de estos sacramentos te fue manifestada ya antes, en tiempos de Abraham, cuando este recogió sus trescientos dieciocho esclavos y se puso en marcha, persiguió a sus adversarios y salvó a su descendencia de la cautividad. Cuando volvía victorioso, le salió al encuentro el sacerdote Melquisedec y ofreció pan y vino (cfr. Gn 14, 14 15). ¿Quién tenía pan y vino? Abraham no los tenía. ¿Quién los tenía, pues? Melquisedec. Luego era él el autor de los sacramentos. ¿Quién es Melquisedec, que significa rey de la justicia, rey de la paz? (Hb 7, 2). ¿Quién es este rey de la justicia? ¿Acaso cualquier hombre puede ser rey de la justicia? Luego, ¿quién puede ser rey de justicia sino la Justicia de Dios? ¿Quién es la paz de Dios, la sabiduría de Dios? (cfr. 1 Co 1 30). Aquel que pudo decir: Mi paz les dejo, mi paz les doy (Jn 14, 27).
Así pues, date cuenta, en primer lugar, que estos sacramentos que recibes son anteriores a todos los sacramentos que los judíos dicen tener, pues el pueblo cristiano empezó antes que el judío, si bien nosotros en la predestinación, ellos en el nombre.
Ofreció, pues, Melquisedec pan y vino. ¿Quién es Melquisedec? Dice el apóstol en la Epístola a los Hebreos: Sin padre, sin madre, sin genealogía, ni tienen principio sus días ni fin su vida, semejante al Hijo de Dios (Hb 7, 3). Sin padre, afirma, y sin madre. El Hijo de Dios nació por la generación celestial sin intervención de madre, porque nació solo de Dios Padre. E igualmente nació sin intervención de padre cuando nació de la Virgen, pues no fue engendrado por obra de varón, sino que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María y salió de un seno virginal. Semejante en todo al Hijo de Dios, Melquisedec era también sacerdote, porque a Cristo sacerdote se le dice: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 109, 4; Hb 7, 17).
Luego, ¿quién es el autor de los sacramentos, sino el Señor Jesús? Estos sacramentos vinieron del cielo, pues toda deliberación del cielo proviene. Verdaderamente, grande y divino milagro es que Dios haga llover maná del cielo sobre el pueblo; y el pueblo no trabajaba y comía.
Tú dices empero: “es mi pan corriente”. Pero este pan es pan antes de las palabras sacramentales; y cuando se consagra, del pan se hace la carne de Cristo. Veamos, pues, esto. ¿Cómo puede lo que es pan ser el Cuerpo de Cristo? ¿Por qué palabras se hace la consagración y quién las dijo? El Señor Jesús. En efecto, todo lo que se dice antes, lo dice el sacerdote: se alaba a Dios; se le dirige la oración; se le pide por el pueblo, por los reyes, por todos los demás; mas cuando llega el momento del sacramento venerable, el sacerdote ya no utiliza sus palabras, sino las palabras de Cristo. Son por tanto, las palabras de Cristo las que confeccionan el sacramento.
¿Qué es la palabra de Cristo? Ciertamente aquello por lo que todo fue hecho. Mandó el Señor y se hizo el cielo; mandó el Señor y se hizo la tierra; mandó el Señor y se hicieron los mares; mandó el Señor y se hicieron todas las criaturas. Ves, pues, qué eficaz es la palabra de Cristo. Si pues en la palabra del Señor Jesús hay tanta virtud que lo que no era empezó a ser, ¡cuánto más eficaz será para que las cosas sigan siendo lo que ya eran y se conmuten en otra cosa! El cielo no existía, no existía el mar no existía la tierra; pero oye a David que dice: Él mismo lo dijo y fueron hechas; Él mismo lo mandó y fueron creadas (Sal 32, 9; 148, 5).
Por tanto -he aquí mi respuesta- antes de la consagración no estaba el Cuerpo de Cristo, pero después de la consagración sí que está, repito, el Cuerpo de Cristo. Él mismo lo mandó y fue creado. Tú mismo antes existías, pero eras la vieja criatura; después de que fuiste consagrado, empezaste a ser una nueva criatura. Pues como dice el apóstol: Todo es en Cristo una nueva criatura (2 Co 5, 15).
Observa, pues, cómo la palabra de Cristo suele cambiar todas las cosas, y cómo puede trastocar cuando quiere las leyes de la naturaleza. ¿De qué modo?, me preguntas. Escucha, y primero de todo tomaremos ejemplo de su generación. Está dispuesto normalmente que no se engendre el hombre sino de varón y de mujer y por el acto conyugal. Pero, porque el Señor lo quiso, porque eligió este misterio, del Espíritu Santo y de una virgen nació Cristo, es decir, el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1 Tm 2, 5). Ves, pues, que contra la ley y el orden natural un hombre nació de una virgen.
Veamos ahora otro ejemplo. El pueblo judío era acosado por los egipcios y el mar les cortaba el paso. Por divino imperio, la vara de Moisés tocó las aguas y las aguas se dividieron, no ciertamente según la costumbre de su naturaleza, sino según la gracia del mandato celestial (cfr. Ex 14, 21). Aún otro ejemplo más. El pueblo estaba sediento, y vino a la fuente. La fuente era amarga. Echó el santo Moisés el leño en el agua de la fuente, y se volvió dulce la fuente que era amarga (cfr. Ex 15, 23 25); esto es, cambió su naturaleza y tomó la dulzura de la gracia. Todavía un cuarto ejemplo: Se cayó al agua el hierro del hacha, y como tal hierro se hundió. Echó Eliseo el leño, y al punto el hierro salió a la superficie y flotó sobre el agua (cfr. 2 R 6, 5 6), ciertamente contra su costumbre natural, pues es materia más pesada que el agua.
¿No deduces, pues, de esto qué eficaz es la palabra del cielo? Si obró en la fuente terrena, si la palabra del cielo actuó en las otras cosas, ¿no lo hará en los sacramentos celestiales? Luego has aprendido que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y que el vino y el agua que están en el cáliz se convierten en su Sangre por la consagración celestial.
Pero dirás: “No veo las apariencias de la sangre.” Pero hay una semejanza. Así como recibiste la semejanza de la muerte, así y disfrutar, sin embargo, del precio pagado por la redención. Has aprendido, pues, que lo que tomas es el Cuerpo de Cristo.
Antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de vino y agua; cuando las palabras de Cristo han actuado, se convierte en la Sangre que redimió al pueblo. Ves, por tanto, de cuántos modos es poderosa la palabra de Cristo que convierte todas las cosas. Por consiguiente, el mismo Señor Jesús nos da testimonio de que recibimos su Cuerpo y Sangre. ¿Acaso podemos dudar de su afirmación y de su testimonio?
Volvamos ahora a lo que había dicho antes. Ciertamente es grandioso y venerable que llueva sobre los judíos maná del cielo. Pero mira. ¿Qué es más: el maná del cielo o el Cuerpo de Cristo? El Cuerpo de Cristo, por supuesto, que es Creador del cielo. Luego el que comió maná murió; pero al que come este Cuerpo le serán perdonados sus pecados y no morir jamás (Jn 6, 49.59).
Luego no en vano dices: AMÉN, cuando confiesas que recibes el Cuerpo de Cristo. Pues cuando tú te acercas a la comunión, te dice el sacerdote: EL CUERPO DE CRISTO y tú respondes: AMÉN, como diciendo “así es en verdad”. Lo que confiesas con la lengua manténlo con el afecto. Para que sepas: este es el sacramento, cuya figura ya vino antes.
¿Qué dice, por tanto, el Apóstol, cada vez que comulgamos? Cada vez que recibimos el Cuerpo de Cristo anunciamos la muerte del Señor (cfr. 1 Co 11, 26). Y si anunciamos la muerte, anunciamos también la remisión de los pecados. Si cada vez que se derrama la sangre es para la remisión de los pecados, debo entonces recibirla siempre, para que siempre me sean perdonados mis pecados. Porque soy siempre pecador y necesito siempre de la medicina.
Que el Señor Nuestro Dios os conserve la gracia que os dio y se digne iluminar con más luz los ojos que os abrió por mediación de su Hijo Unigénito, Rey y Salvador, Señor Dios Nuestro, por quien y con quien recibe la alabanza, el honor, la gloria, la magnificencia y el poder, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén».
SAN AMBROSIO DE MILÁN
Santa Paz: Dios está con nosotros.
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