Un Fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterase de que Jesús estaba comiendo en casa del Fariseo se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: “ Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!”. Pero Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte”. “Di, Maestro”, respondió él.
“Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?”. Simón contestó: “Pienso que aquel a quien perdonó más”. Jesús le dijo: “Has juzgado bien”.
Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor”.
Después dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados”. Los invitados pensaron: “¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?”. Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”.
Comentario del Beato Manuel González
SIMON, TENGO ALGO QUE DECIRTE
“Tengo algo que decirte...” (Lc. 7,4].)
Importa mucho que fijes en tu cabeza y más en tu corazón este anuncio:
EL CORAZON DE JESUS EN EL SAGRARIO TIENE ALGO QUE DECIRTE
Como a Simón, el fariseo desatento que lo convidó a comer, te dice a ti: “Tengo algo que decirte”.
Y antes de que le respondas, como aquél, “Maestro di”, quiero y te ruego que te detengas un poco a saborear esas palabras. ¡Dicen tanto al que las medita, que ellas solas calmarían más de una tempestad y disiparían" más de una tristeza...!
Fíjate en el afectuoso interés que revela ese tener El, ¿sabes quién es El?, que decirte algo a ti, a ti. ¿Te conoces un poquito?
¡El a ti! ¿Puedes medir toda la distancia que hay entre esos dos puntos? ¿No? Pues tampoco podrás apreciar cumplidamente todo el valor de ese interés que tiene El en hablarte a ti. ¡El a ti!
Una comparación te dará idea aproximada de lo que significa ese interés.
Respóndeme: ¿Hay mucha gente en el mundo que tenga interés en decirte algo? ¡Claro! Como es tan reducido el número de los que te conocen, en comparación con los que no te conocen, puedes afirmar que la casi totalidad de los hombres no tienen nada que decirte. Y entre los que te conocen, ¿sabes si son muchos los que tienen algo que decirte?
La experiencia sin duda te habrá enseñado que de los que te conocen quizás no sean pocos los que digan de ti, ¡se habla tanto de los demás!, pero a ti, fuera de los mendigos y necesitados, ¿verdad que son muy pocos los que tienen que decirte algo que te interese, sólo para ti, que te haga bien?
¡Verdaderamente despertamos tan escaso interés en el mundo!
¿QUE INTERES DESPIERTO YO?
Nosotros tan insignificantes, pese a nuestro orgullo, en el mundo y ante los hombres; nosotros, para quienes ni los reyes, ni los sabios, ni los ricos, ni los poderosos, ni aún casi nadie en el mundo tienen ni una palabra ni un gesto de interés, sabemos, ¡bendito Evangelio que nos lo ha revelado!, que el Rey más sabio, rico, poderoso y alto nos espera a cualquier hora del día y de la noche en su Alcázar del Sagrario para decirnos a cada uno con un interés revelador de un cariño infinito la palabra que en aquella hora nos hace falta.
Y ¡que todavía haya aburridos, tristes, desesperados, despechados, desorientados por el mundo! ¿Qué hacen que no vuelan al Sagrario a recoger su palabra, la palabra que para esa hora suprema de aflicción y tinieblas, les tiene reservada el Maestro bueno que allí mora?
Y ¡tiene tanto valor esa palabra! ¿No has visto cómo se calma el ansia del enfermo dudoso de la gravedad de su mal al oír al médico la palabra tranquilizadora y anunciadora de pronta mejoría? Y la palabra del médico no cura! ¡La Palabra del Sagrario, sí!
Alma creyente, lee en buena hora libros que te ilustren y alienten, busca predicadores y consejeros que con su palabra te iluminen y preparen el camino de tu santificación; pero más que la palabra del libro y del hombre, busca, busca la palabra que para ti, ¿lo oyes?, para ti solo tiene guardada en su Corazón para cada circunstancia de tu vida el Jesús de tu Sagrario.
Ve allí muchas veces para que te dé tu ración, que unas veces será una palabra de la Sagrada Escritura o de los santos que tú conocías, pero con un relieve y un sentido nuevos, otras veces será un soplo, un impulso, una dirección, una firmeza, una rectificación, no tienes que pronunciar con el alma estas dos palabras:
“Maestro, di...”
Y sumergido en un gran silencio, no sólo de ruidos exteriores, sino de tus potencias, sentidos y pasiones, espera la respuesta suya.
Que te la dará, no lo dudes.
Cuando uno habitúa el oído para escuchar a Jesús, inmediatamente queda afinado para escuchar al prójimo.
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